Por aquel tiempo iba a la casa una mujer
alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía
leer el porvenir en la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo tan desnaturalizado como
la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa expansiva que repercutió en
toda la casa como un reguero de vidrio. «Al contrario -dijo-. Será feliz».
Para confirmar su pronóstico llevó los
naipes a la casa pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de granos contiguo a la cocina.
Colocó las barajas con mucha calma en un viejo mesón de carpintería, hablando
de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba cerca de ella más aburrido que
intrigado. De pronto extendió la mano y lo
tocó. «Qué bárbaro», dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir.
José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo
lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna
insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de
humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo.
Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que
nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a
tocar y a decirle qué bárbaro.
Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó. La encontraba distinta, enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra.
Tomó el café y abandonó la casa
deprimido.
Esa noche, en el espanto de la vigilia,
la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era
en el granero, sino como había sido aquella tarde.
Gabriel José García Márquez
Qué pedazo de novela.
ResponderEliminarUn abrazo.