miércoles, 8 de junio de 2016

648: La lectora de Vargas Vila

Le tomó amor a Vargas Vila porque su padre le había prohibido la lectura de ese autor de “panfletos y blasfemias”.
Adela, en la penumbra del cuarto, debajo de las cobijas, el Ibis y comenzaba a leer: “Teme al Amor como a la Muerte. Él es la muerte misma. Por él nacemos y por él morimos...” y así hasta quedarse dormida, el libro en el suelo, las piernas entreabiertas, bocarriba, en la cara toda la placidez de una chica que carece de desamparos.
Adela se fue enamorando, sin prisa y sin darse cuenta, de las creaciones del trashumante escritor.
Urdió mecanismos clandestinos para burlar a su padre: escondía las obras en los zarzos, debajo de los cafetales, debajo de las tablillas del piso, en los colchones. Estaba arrebatada por la literatura de Vargas Vila. No podía pasar una noche sin siquiera leer un parrafito de Ante los Bárbaros, o de Flor de fango, o de Los césares de la decadencia, en fin, que ella ya se había vuelto experta en ese lenguaje fuerte y florido, en los discursos del autor, en sus diatribas contra el poder.
Adela estaba obnubilada. Aprendió en esas páginas ocultas una suerte de rebeldía, que, sin embargo, no le había permitido aún ir en contra de la autoridad eclesiástica. En efecto, iba a misa, rezaba, y en lo más íntimo de su alma impetraba perdón por el pecado de leer a un autor prohibido, anticlerical, odioso para muchos, detestado por el progenitor de ella, que una noche la descubrió absorta en la lectura de Las rosas de la tarde y la castigó; primero, escondiéndole el libro y, luego, obligándola a dormir en el corredor para que sintiera el flagelo del frío y de los mosquitos. Pero ni así pudo disminuirle los afectos por el señor Vargas. Por el contrario, aumentó su pasión por conocer más obras, que no eran de fácil consecución. No estaban, desde luego, en la biblioteca del pueblo, ni en ninguna parte.
Al llegar una Semana Santa, Adela, sumida en la desesperación, y sintiendo la culpa de haber violado la autoridad de su padre, decidió confesarse.
-Padre, reverendo padre. Me acuso de haber leído a Vargas Vila.
El sacerdote enrojeció de ira, pero se contuvo. Y dijo, con voz suave:
-Hija, para que seas perdonada no podrás leer más a ese autor. Te lo prohíbo terminantemente.
Adela llegó a su casa con la tristeza en todo el cuerpo y alborotadas las ganas de volver a sus obras de tabú. Entonces diseñó una táctica que no la arrojara sobre las brasas del pecado. Llamó por la tardecita a Emma, su sirvienta, y le dijo, con un susurro en el oído:
–Necesito que vos me leas este libro en voz alta.
De ese modo, Adela se salvó de incurrir en “faltas contra la moral” y de pecar contra Dios, y continuó disfrutando por mucho tiempo de los libros del “infame injuriador”.

8 comentarios:

  1. Cuánto daño ha hecho la Iglesia y sigue haciendo...
    Bueno, supongo que Adela carecía de la suficiente rebeldía.
    Un abrazo.

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  2. Oye, Chaly, que tú escribes muy bien y me acabo de enterar.
    Me gustó mucho el relato, basta que te prohiban algo para que lo desees.

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  3. El llamado de lo prohibido.

    Un beso

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  4. Que lista!!!

    Si es que saben latín...

    Saludos.

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  5. Jejeje cuando se quiere se puede!

    :D

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  6. Así se gana el doble...
    Esa es la actitud!!

    Besos, Chaly.

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  7. Muy aguda Adela. De paso aleccionó a Eva.
    Un abrazo.

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  8. La iglesia y la vida real... son incompatibles en muchos casos.

    Besos

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