Un viejito, Sergio, es contratado por una agencia de detectives para investigar, como agente infiltrado, supuestos abusos que estaría sufriendo la madre de un cliente de la agencia. Cuando el protagonista/héroe es de la tercera edad, mi prejuicio se activa y automáticamente lo relaciono con aburrimiento. Y aquí me acuerdo de mi papá, que allá por los años ochenta disfrutaba de una serie alemana –para mí, infumable–, que se llamaba “El viejo” (Der alte). Un detective de la policía, ya al borde de la jubilación, que resolvía casos sin despeinarse, porque no podía ni siquiera trotar. Claro, seguramente hacía gala de experiencia, instinto y pensamiento lógico.
Pero, según mi yo de esa época, lo
policial tenía que ver con tiros, explosiones, peleas, autos chocados… o sea,
acción pura y juvenil. pero lo que el agente topo sí descubre es más cruel aún:
esas personas que dieron todo por sus hijos, ahora parecen abandonadas en una
jaula de oro, bien cuidadas, sí, pero solas, pues para cualquier padre o madre,
sobre todo cuando ya han pasado los sesenta años, no hay mejor compañía que la
de sus hijos y nietos.
Hay una señora que pide limosna en la
avenida 6 de Agosto, en La Paz, en la acera del shopping V Centenario. Está ahí
siempre que paso (esta semana pasé todos los días, pues estaba pendiente de la
Feria del Libro que se llevó a cabo a media cuadra de ahí). Parece un pajarito
enfermo; encorvada, con la mirada completamente nublada, incapaz incluso de
pedir ayuda, solo tiene extendida una mano, casi con timidez. Está ciega y
seguro le cuesta moverse. Alguien la deja ahí todos los días y también la
recoge. Probablemente un familiar que no tiene para pagar un Hogar Quevedo ni
algo más económico, alguien que no tiene dinero para mantenerla ni tiempo para
cuidarla, de modo que opta por dejarla en esa esquina para que se quede
quietita y gane su pan. La ves y piensas: “Es cruel esta vida, después de todo”
Le entrego algunas monedas, llego a tomarle la mano un poco y le digo, con el
tono más afectivo que puedo: “Aquí tiene señora, buenas tardes”. Ella apenas
dice “gracias”, ni siquiera esboza una sonrisa, sigue con la misma expresión de
miedo contenido. Repito el ritual cada día de esta semana, y nada. Ella sigue
igual, no cambia su expresión.
Con otras señoras y señores que están en
similar situación me ha funcionado la calidez. Todos sonríen, agradecen no
tanto por las monedas sino por el gesto, por el trato humano. Pero esta señora
no, permanece imperturbable en su postura pétrea. ¿Qué pensará durante las
horas que pasa ahí todos los días? ¿Qué penas rumiará en silencio?
Y como ella, miles en nuestro país. Eso de las casas de retiro son cuentos del primer mundo. Aquí hay unos cuantos asilos y pare de contar. Todos atraviesan la misma soledad, pero seguro es más soportable cuando hay gente, aunque sea pagada, que se preocupa por ti. En fin. Mi papá siempre me pide sugerencias para ver algo en la tele. No coincidimos en gustos, jamás me hace caso. Él preferiría ver El viejo o algo así. Eso sí, jamás le recomendaré El agente topo, no se lo sugeriría a nadie que le tocaba vacunarse en abril. Es que, pese a que comienza con mucho humor, a medida que avanza nos enfrenta a una soledad que trasciende la pantalla, a una soledad más contagiosa que el coronavirus, y probablemente igual de mortal. Esta película puede despertar conciencias, pero también conducir a estados depresivos. Así como no es bueno que un niño de seis años vea El exorcista porque podría quedar traumado,
El agente
topo debería estar prohibida para mayores de 60.
No quisiera encontrarme de nuevo a la
viejita de la 6 de Agosto, ni tampoco volver al Hogar Quevedo, ni pensar en
la posibilidad de que mis padres lleguen a estar tan desvalidos. Soy
honesto, me aterra la crueldad de esta vida, y prefiero hacer lo que muchos
hicieron (ya me lo contaron) al ver El agente topo: presionar el off.
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