lunes, 8 de julio de 2024

0869: La madre y la hija

En todo caso yo estaba horrorizado con toda la historia. Estaba extremadamente escandalizado ante la falta de dignidad de la Condesa, que seguía viéndose con el hombre cuya mano había acabado con su marido.
—El marido había sido un hombre brutal; y nadie sabía la verdad.
—El que no se supiera no cambia nada. Y en cuanto a lo de que Salvi fuera un bestia, eso no es más que una manera de decir que su mujer y el hombre con el que su mujer se casó luego no lo apreciaban.
Stanmer parecía en extremo meditativo; sus ojos estaban fijos en los míos.
—Sí, es difícil sobreponerse a una boda así. No fue muy apropiado.
—¡Ah! —exclamé—. ¡Menudo respiro cuando me enteré! Me acuerdo del lugar y de la hora. Fue en una estación de montaña en la India, siete años después de haber dejado Florencia. El correo me había traído algunos periódicos ingleses, y en uno de ellos había una carta de Italia con una buena cantidad de eso que llaman “ecos de sociedad”. Allí, entre escándalos de la alta sociedad y otras delicias del estilo, leí que la Condesa Bianca Salvi, famosa durante varios años en su calidad de anfitriona del salón de la gente más interesante de Florencia, estaba a punto de conceder su mano en matrimonio al Conde Camerino, un distinguido bolones. ¡Ah, mi querido muchacho, de buena había escapado! ¡Había estado dispuesto a casarme con una mujer capaz de algo semejante! Pero mi instinto me había avisado, y yo confié en él.
—¡”El instinto lo es todo”! ¿Le dijo a Madame de Salvi que su instinto le prevenía contra ella?
—No; le dije que ella me asustaba, me escandalizaba, me horrorizaba.
—Viene a ser lo mismo. ¿Y ella qué dijo?
—Ella me preguntó que qué quería. Yo dije que su amistad con Camerino era un escándalo, y ella contestó que su marido había sido una bestia. Además, nadie lo sabía, por tanto no era ningún escándalo. ¡Exactamente su mismo argumento! Yo repliqué que ése era un razonamiento detestable, y que ella no tenía sentido moral. Tuvimos una vehemente discusión, y yo declaré que nunca más la volvería a ver. En el acaloramiento de mi disgusto me fui de Florencia y mantuve mi palabra. Nunca más volví a verla.
—No debía de estar muy enamorado de ella.
—No lo estaba… tres meses después.
—Si lo hubiera estado hubiera vuelto… tres días después.
—¡Tan seguro le parece! Todo lo que puedo decir es que fue el esfuerzo más grande de mi vida. Como soldado en ocasiones he tenido que enfrentarme al enemigo. Pero no fue en esos momentos cuando necesité toda mi determinación; fue cuando dejé Florencia.
—¡No lo entiendo! No entiendo por qué tuvo que decirle que Camerino había matado a su marido. Eso solo podía perjudicarla.
—Temía que le perjudicara aún más el que yo pensara que era su amante. Ella deseaba decirme aquello que más pudiera convencerme de que él no era su amante, de que nunca podría serlo. Y además quería apuntarse el mérito de ser muy sincera.
—¡Santo Dios, cuánto debe haberla analizado!
—No hay nada más analítico que el desencanto. Pero ahí lo tiene. Se casó con Camerino.
—Sí, no pretendo negar ese hecho. Quizás no lo hubiera hecho si usted se hubiera quedado.
¡Pero qué manera más inocente tiene de decir las cosas!
—Muy probablemente hubiera prescindido de la ceremonia
—¡Caramba, cómo la ha analizado!
—Debería estarme agradecido. Yo he hecho por usted lo que parece incapaz de hacer por sí mismo.
—Yo no veo a ningún Camerino en mi caso
—Quizá yo pueda encontrarle uno entre todos esos caballeros.
—¡Gracias, pero ya lo haré yo mismo!
Y con esto se fue… Convencido, espero.

Esta noche he ido a despedirme de la Scarabelli. Me preguntó, cómo no, por qué había estado tanto tiempo sin ir.
—Creo que eso solo lo dice por guardar las apariencias. Me imagino que ya lo sabe.
—¿Qué he hecho?
—Nada en absoluto. Es demasiado lista para eso.
Ella me miró durante unos momentos.
—Creo que está un poco loco.
—Ah, no; demasiado cuerdo es lo que estoy. Me sobra juicio, más que faltarme.
—De cualquier modo, usted tiene lo que podríamos llamar una idea fija.
—Eso no tiene nada de malo, mientras sea buena.
—¡Pero la suya es abominable!
Exclamó ella con una carcajada.
—Es natural que no le guste yo, o mis ideas. Pensándolo bien, usted me ha tratado con una amabilidad extraordinaria, y eso se lo agradezco. Mañana me voy de Florencia.
—¡No diré que lo siento! —dijo ella, riendo de nuevo—. Pero me alegra mucho haberlo conocido. Siempre me hice preguntas sobre su persona. Es usted una curiosidad.
—Sí, estoy seguro de que debo parecérselo. ¡Un hombre que puede resistirse a sus encantos! Pero la verdad es que no puedo. Esta noche está encantadora, y es la primera vez que estoy a solas con usted.
Ella no hizo caso de este último comentario y se alejó. Pero al momento volvió, y se quedó parada frente a mí, mirándome, y sus preciosos y solemnes ojos parecían brillar en la penumbra de la habitación.
—¿Cómo pudo tratar a mi madre de esa manera?
—¿Tratarla de qué manera?
—¿Cómo pudo abandonar a la mujer más encantadora del mundo?
—No se trataba de un caso de abandono; y si lo hubiera sido, tengo la impresión de que pronto se consoló.
En ese momento se oyó un ruido de pasos en la antecámara, y vi que la Condesa se había dado cuenta de que eran los de Stanmer.
—Eso no hubiera ocurrido —murmuró—. Mi pobre madre necesitaba un protector.
Stanmer entró interrumpiendo nuestra conversación, mirándome, pensé, con un aire ligeramente desafiante. Debe de pensar que soy un pesado, un fastidioso entrometido; caramba, pensándolo bien, estoy asombrado de su docilidad.
—Adiós, Condesa —dije, y ella me dio la mano en silencio—. ¿Y usted, necesita un protector?
Ella me miró de la cabeza a los pies, y entonces contestó, casi con enojo:
—Sí, Signore.
Y como para contarrestar su enfado, sostuve su mano unos momentos, incliné mi venerable cabeza y la besé. Creo que eso la apaciguó.

BOLONIA
Llevo aquí tres días. Antigua ciudad italiana realmente preciosa; pero le falta el encanto de mi secreto florentino.Mi última anotación en este diario data de hace cinco días, ya tarde por la noche, tras mi regreso de Casa Salvi.
—Quería despedirme de usted. Me voy por la mañana. No se tome la molestia de decir que lo siente; por supuesto que no lo siente. Debo haberlo incordiado considerablemente. Él no intentó decir que lo sentía, pero declaró que se alegraba mucho de haberme conocido.
—Su conversación —dijo con su pequeño aire inocente— ha sido muy sugerente.
—¿Ha encontrado a su Camerino? —pregunté yo, sonriendo.
—He abandonado la búsqueda.
—Bueno, algún día, cuando se dé cuenta del gran error que ha cometido, recuerde que yo se lo advertí.
Por un momento tuvo el aspecto de alguien que está intentando anticiparse a ese día mediante el ejercicio de la razón.
—¿Alguna vez se le ha ocurrido pensar que usted podría haber cometido un gran error?
—Oh, sí, a uno se le llega a ocurrir todo, tarde o temprano.
Eso es lo que yo le dije; pero no dije que la pregunta, encarnada en su candido y joven semblante, había tenido, en ese momento, más fuerza de la que nunca antes había tenido. Y entonces me preguntó si, tal y como habían salido las cosas, yo mismo había sido tan especialmente feliz.

PARÍS
Una nota del joven Stanmer, al que conocí en Florencia; una singular y breve nota, fechada en Roma y que vale la pena transcribir:
Mi querido General,
Tengo el placer de informarle de que hace una semana me casé con la Condesa Salvi-Scarabelli. Usted llegó verdaderamente a confundirme con sus palabras; pero un mes después todo estaba muy claro. Las cosas que implican un riesgo son como la fe cristiana; tienen que verse desde dentro. Siempre suyo,
E.S.
P.D.- ¡Al diablo con las analogías, a menos de que pueda encontrar una analogía para mi felicidad!

Su felicidad le hace ser muy ingenioso. Espero que dure; quiero decir su ingenio, no su felicidad.

LONDRES
La pasada noche, en casa de Lady H., me encontré con Edmund Stanmer, el que se casó con la hija de Bianca Salvi. Yo había elaborado toda una teoría sobre ella. Pero él no mostró la menor frialdad; al contrario, pareció disfrutar con nuestro encuentro. Le pregunté si su esposa estaba allí. Tenía que hacerlo.
—Oh, sí, está en otra de las salas. Venga conmigo a que se la presente; quiero que la conozca.
—Se olvida de que yo ya la conozco.
—Oh, no, no la conoce; nunca lo hizo.
Y soltó una pequeña carcajada llena de sobreentendidos.
Yo no tenía muchas ganas de enfrentarme con la Scarabelli en esos momentos, así que dije que estaba a punto de marcharme, pero que sería para mí un honor ir a visitar a su esposa en persona. Hablamos durante un minuto más o menos, y entonces, interrumpiéndose repentinamente y mirándome, posó la mano sobre mi brazo. Para ser justos tengo que decir que tiene un aspecto feliz.
—¡Puede estar seguro de haberse equivocado! .
—Mi querido y joven amigo, no sabe con cuánta presteza le doy la razón.
Dijimos algo más, pero al cabo de un instante volvió a repetir sus palabras:
—Puede estar seguro de haberse equivocado.
—Estoy seguro de que la Condesa me habrá perdonado, y en ese caso no debe usted guardarme rencor. Como he tenido el placer de decirle, iré a visitarla en cuanto pueda.
—No estaba refiriéndome a mi esposa. Estaba pensando en su propia historia.
—¿Mi propia historia?
—Hace tantos años. ¿No fue más bien un gran error?
Lo miré durante unos momentos; definitivamente su rostro estaba sonrosado.
—Esa no es una cuestión que pueda resolverse en una reunión mundana londinense llena de gente.
Y me alejé de allí.

Todavía no he ido a visitar a la ci-devant; tengo miedo de encontrarla en casa. Y las palabras del muchacho resuenan en mis oídos —“Puede estar seguro de haberse equivocado”—. ¿No habrá sido quizá un error? ¿Me equivoqué? ¿Fue un error? ¿Fui demasiado prudente, demasiado suspicaz, demasiado lógico? ¿Era realmente un protector lo que ella necesitaba, un hombre que la hubiera ayudado? ¿Se habría beneficiado él de haber creído en ella, y fue la única falta de la Condesa el que yo la hubiera abandonado? ¿Fue la pobre mujer muy infeliz? ¡Que Dios me perdone, cómo me invaden las preguntas! Si yo estropeé su felicidad, es seguro que tampoco hice la mía. Y podría haberla hecho, ¿verdad? ¡Qué descubrimiento tan encantador para un hombre de mi edad!  

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