martes, 10 de septiembre de 2024

0885: un amanecer en abril

 Barry paseó la mirada por los libros y alambiques que lo rodeaban. Hubo otra pausa.

−¿Entonces cómo llegué aquí?
−Yo lo traje.
−¿Usted es doctor?
Lenoir asintió, con orgullo. Toda su actitud había cambiado.
−Sí, soy doctor −dijo−. Sí, yo lo traje aquí. ¡Si la Naturaleza no quiere cederme el conocimiento, entonces puedo conquistar a la propia Naturaleza, puedo obrar un milagro! Al diablo con la ciencia entonces. Yo era cientifico... −miró a Barry con los ojos ardientes−. ¡Ya no! Me llaman idiota, hereje. ¡Por Dios, soy algo peor que eso! ¡Soy un hechicero, un mago negro, Jehan el negro! La magia funciona, ¿verdad? Entonces la ciencia es una pérdida de tiempo. ¡Ja! −dijo, pero en realidad no parecía triunfante−. Me gustaría que no hubiese funcionado −dijo con más calma, paseándose de aquí para allá entre los infolios.
−A mí también
−¿Quién es usted? −Lenoir alzó una mirada desafiante hacia Barry
−Barry A. Pennywither. Soy profesor de francés en el Munson College de Indiana, de licencia en París para proseguir mis estudios de francés medieval tar... −se detuvo; acababa de tomar conciencia del acento que tenía Lenoir−. ¿En qué año estamos? ¿En qué siglo? Por favor, doctor Lenoir... −el francés parecía confundido; los significados de las palabras cambian tanto como su pronunciación−. ¿Quién gobierna este país?
Lenoir se encogió de hombros, con el movimiento pico de un francés (hay cosas que nunca cambian).
−Luis es rey −dijo−. Luis XI. La vieja araña mugrienta.
Se quedaron mirándose el uno al otro como indios de madera durante cierto empo. Lenoir fue el primero en hablar.
−¿Entonces usted es un hombre?
−Sí. Escuche, Lenoir, creo que usted... su encantamiento...tiiene que haber chapuceado un poco.
−Es evidente −dijo el alquimista−. ¿Usted es francés?
−No.
−¿Es inglés? −los ojos de Lenoir ardieron−. ¿Es usted un mugriento anglo?
−No. No. Soy de Norteamérica. Vengo de... de su futuro. Del siglo veinte después de Cristo −Barry se ruborizó. Sonaba tonto, y él era un hombre modesto, pero sabía que no se trataba de un espejismo. El cuarto en el que se encontraban, su cuarto, se veía nuevo. No con cinco siglos de edad. Descuidado, pero nuevo. Y la copia de Albertus Magnus que estaba junto a su rodilla era nueva, encuadernada en suave y flexible piel de becerro, con las letras doradas refulgentes. Y allí estaba Lenoir con su manto negro, no de traje, en casa...
−Le ruego que se siente, señor −estaba diciendo Lenoir; y agregó, con la cortesía espléndida aunque abstraída del erudito pobre−: ¿Le cansó el viaje? Tengo pan y queso, si quiere hacerme el honor de compartirlos.
Estaban sentados a la mesa mascando pan y queso. Al principio Lenoir intentó explicar por qué había probado con la magia negra.
−Estaba harto −dijo−. ¡Harto! Hace veinte años que soy esclavo de la soledad, ¿por qué? Por el conocimiento. Para aprender algunos de los secretos de la Naturaleza.
Clavó el cuchillo un centimetro en la madera de la mesa, y Barry saltó. Lenoir era un hombrecito delgado, pero evidentemente apasionado. Tenía un rostro magnífico, aunque pálido y enjuto: inteligente, alerta, vivaz. A Barry le recordaba el rostro de un famoso fisico atómico, cuya fotografiaa había aparecido en los diarios hasta 1953. Por alguna razón la semejanza lo impulsó a decir:
−Algunos sí, Lenoir; hemos aprendido un poco, aquí y allá...
−¿Qué? −dijo el alquimista, escéptico, pero curioso.
−Bueno, no soy cientifico...
−¿Puede hacer oro? −sonreía mientras preguntaba.
−No, no creo, pero ellos hacen diamantes.
−¿Cómo?
−Con carbón, hulla, entiende: someta a mucho calor y presión, según creo. La hulla y el diamante son carbón, entiende, el mismo elemento.
−¿Elemento?
−Como le decía, yo no soy...
−¿Cuál es el elemento primordial? −gritó Lenoir, con los ojos en llamas, el cuchillo en la mano.
−Hay unos cien elementos −dijo Barry fríamente, ocultando su alarma.
Dos horas después, una vez que le arrancó a Barry hasta la última gota de los restos del curso de química de la facultad, Lenoir se abalanzó fuera, a la noche, y reapareció poco más tarde con una botella.
−¡Oh, maestro mío −exclamó−, pensar que le ofrecí sólo pan y queso! −era un agradable burgundy, cosecha 1477, un buen año; después de que bebieron una copa juntos Lenoir dijo−: Si pudiese devolverle el favor...
−Puede. ¿Conoce el nombre del poeta François Villon?
−Sí −dijo Lenoir con cierta sorpresa−, pero sólo escribía basuras
−¿Sabe cómo o cuándo murió?
−Oh, sí; ahorcado aquí en Mon aucon, en el 64 o el 65, con una pandilla de malhechores como él. ¿Por qué?
Dos horas después la botella estaba vacía, sus gargantas estaban secas, y el vigilante había dado las tres de una madrugada límpida y fría.
−Jehan, estoy agotado −dijo Barry−. Será mejor que me envíe de vuelta.
El alquimista era demasiado cortés, se sentia demasiado agradecido y tal vez también demasiado cansado como para discutir. Barry se paró rígidamente dentro de la estrella de cinco puntas
−Adieu −dijo Lenoir con tristeza.
−Au revoir −contestó Barry.
Lenoir empezó a leer el encantamiento hacia atrás. La vela parpadeó, su voz se dulcificó:
−Me audi, haere, haere −leyó, suspiró, y alzó los ojos.
La estrella de cinco puntas estaba vacía. La vela parpadeó.
−¡Pero aprendí tan poco! −exclamó Lenoir dirigiéndose al cuarto vacío; después golpeó el libro abierto con los puños y dijo−: Y un amigo como ese... un verdadero amigo...
Fumó uno de los cigarrillos que le había dejado Barry: se había aficionado al tabaco en seguida. Durmió, sentado ante la mesa, durante un par de horas. Cuando despertó caviló un momento, volvió a encender la vela, fumó el otro cigarrillo, después abrió el Incantatoria y empezó a leer en voz alta:
−Haere, haere...
−Oh, gracias a Dios −dijo Barry, saliendo con rapidez de la estrella de cinco puntas y estrechando la mano de Lenoir−.¡Escuche, regresé allí, a este cuarto, este mismo cuarto, Jehan! Pero antiguo, horriblemente antiguo, usted no estaba allí... Pensé: Dios mío, ¿qué he hecho? Vendería mi alma por regresar, por estar con él... ¿Qué puedo hacer con lo que he aprendido? ¿Quién me creería? ¿Cómo puedo probarlo? ¿Y a quién demonios podría decírselo en todo caso? ¿A quién le importa? No podía dormir, me quedé sentado y gemí durante una hora...
−¿Se quedará?
−Sí. Mire, traje esto: por si usted me invocaba −avergonzado, exhibió ocho paquetes de Gauloises, varios libros, y un reloj de oro−. Podría venderlo por un buen precio −explicó−. Sabía que los francos en billetes no servirían de mucho.
Al ver los libros impresos los ojos de Lenoir refulgieron de curiosidad, pero siguió inmóvil.
−Amigo mío −dijo−, usted dijo que vendería el alma... sabe... yo también. Pero no lo hicimos. ¿Cómo pasó esto, después de todo? Que los dos seamos hombres. No demonios. Sin pactos firmados con sangre. Dos hombres que vivieron en este cuarto...
−No sé −dijo Barry−. Lo desentrañaremos más tarde. ¿Puedo vivir con usted, Jehan?
−Haga de cuenta que está en su casa −dijo Lenoir con un gesto elegante que abarcó el cuarto, los estantes de libros, los alambiques, la vela que palidecía.
Al otro lado de la ventana, gris sobre gris, se alzaban las dos grandes torres de Notre Dame. Era el amanecer del 3 de abril.

Ursula K. Le Guin

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