sábado, 29 de abril de 2017

947: fine amour

Un personaje femenino ocupa el centro del cuadro. Es una “dama”. El término, derivado del latín domina, significa que esta mujer ocupa una posición dominante y al mismo tiempo define su situación: está casada. Es percibida por un “joven” Lo que este ve de su rostro, lo que adivina de su cabellera, oculta por el velo, y de su cuerpo, oculto por la vestimenta, lo turban. Todo comienza con una mirada furtiva. La metáfora es la de una flecha que penetra por los ojos, se hunde hasta el corazón, lo abrasa, le lleva el fuego del deseo. A partir de ese momento, herido de amor (“amor”, en su sentido exacto, designaba el apetito carnal), el hombre no suena ya con otra cosa que con apoderarse de esa mujer. Inicia el asedio y, para introducirse en la plaza, la estratagema que utiliza es inclinarse, humillarse. La “dama” es la esposa de un señor y a menudo del propio señor del pretendiente. En todo caso, es dueña de la casa que el frecuenta. En virtud de las jerarquías que gobernaban entonces las relaciones sociales, ella estaba efectivamente por encima de él, quien enfatiza la situación con sus gestos de vasallaje, arrodillándose en la postura del vasallo. Habla, compromete su fe y promete, como un hombre sometido al vínculo de vasallaje, no llevar su servicio a ningún otro sitio. Y va más allá aun: a la manera de un siervo, hace entrega de sí mismo. A partir de ese momento, deja de ser libre. En cambio, la mujer puede aceptar o rechazar la ofrenda. En ese instante se descubre el poder femenino. Para una mujer, para esta mujer, el hombre está a prueba, conminado a mostrar lo que vale.

Sin embargo, si al final de este examen la dama acepta, si escucha, si se deja envolver por las palabras, también ella queda prisionera, pues en esta sociedad está establecido que todo don merece un don a cambio. Calcadas de las estipulaciones del contrato vasallatico, las cuales obligan al señor a devolver al buen vasallo todo cuanto reciba de él, las reglas del amor cortes obligan a la elegida, como precio de un servicio leal, a entregarse finalmente por entero. En su intención, el amor cortes, contrariamente a lo que muchos creen, no era platónico. Era un juego. Como en todos los juegos, el jugador estaba animado por la esperanza de ganar. En este caso, como en la caza, ganar era cobrar la presa. Además, no lo olvidemos, los maestros de este juego eran los hombres.

En efecto, aun cuando, como en el ajedrez, la dama es una pieza mayor, no puede, precisamente por ser mujer, disponer libremente de su cuerpo. Este pertenecía a su padre y ahora pertenece a su marido. Contiene en depósito el honor de este esposo, así como el de todos los varones adultos de la casa, solidarios. Este cuerpo, por tanto, es atentamente vigilado. En las moradas nobles, sin tabiques, sin verdadero espacio para el retiro, donde se vivía en el hacinamiento permanente, tanto de día como de noche, no se puede escapar por mucho tiempo a la mirada de quienes la espían y prejuzgan que esta mujer es mentirosa y débil como todas la mujeres. Apenas sorprenden en su conducta el menor indicio de desviación, se apresura a declararla culpable. Entonces se hace merecedora de los peores castigos, que amenazan igualmente al hombre al que se cree cómplice. La atracción del juego residía en el peligro al que se exponían los amantes.

Amar con fine amour era correr la aventura. El caballero que decidía lanzarse a ella sabía lo que arriesgaba. Obligado a la prudencia y sobre todo a la discreción, tenía que expresarse mediante signos; edificar, en el seno del ajetreo doméstico, el recinto cerrado de una suerte de jardín secreto y encerrarse con su dama en ese espacio de intimidad.

Allí, confiado, esperaba su recompensa: los favores que su amiga estaba obligada a acordarle. Sin embargo, el código amoroso imponía una minuciosa dosificación de tales favores y entonces la mujer volvía a tomar la iniciativa. Se entregaba, pero por etapas. El ritual prescribía que ella aceptara primero que se la abrazara, ofreciera luego sus labios al beso, se abandonara después a ternuras cada vez más osadas, cuyo efecto era exacerbar el deseo del otro.

Uno de los temas de la lírica cortes describe lo que hubiera podido ser el “ensayo” por excelencia, el assaig, como dicen los trovadores, experiencia decisiva a la que el amante soñaba con ser finalmente sometido y cuya imagen lo obsesionaba y le paralizaba la respiración. Se veía acostado, desnudo, junto a la dama desnuda, autorizado a aprovechar esa proximidad carnal.
Pero solo hasta cierto punto, pues en última instancia la regla del juego le imponía contenerse, no apartarse, si quería mostrar su valor, de un pleno dominio del cuerpo.

Lo que cantaban los poetas, pues, retrasaba indefinidamente, remitía siempre al futuro, el momento en que la amada caería, en que su sirviente tomaría de ella su placer. Este, el placer del hombre, estaba desplazado. No residía ya en la satisfacción, sino en la espera. El placer culminaba en el deseo mismo. Es precisamente aquí donde el amor cortes devela su verdadera naturaleza: la onírica. El amor cortes concedía a la mujer un poder indudable. Pero mantenía ese poder confinado en el interior de un campo bien definido, el de lo imaginario y el del juego.

6 comentarios:

  1. También los poetas cantaban sobre el amor en ese tono probablemente como alivio o gesto ante tan larga espera.

    Un abrazo.

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  2. Qué complicado era todo. Santa paciencia.
    Un abrazo.

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  3. Ahora todo parece ser mas facil...

    Besitos :)

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  4. Pobres mujeres, pasando del padre al marido como si fueran cosas.
    O esperando a ser cazadas.
    No me gusta.
    El análisis está muy bien hecho.
    Besos

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  5. Pues no nos queda nada que conseguir... y eso que como se ve la cosa ha cambiado muchísimo.
    Muy interesante la entrada.
    Besos

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