La mujer, más desconsolada que culpable,
le hizo la terrible confesión: por una singularidad de su modo de ser, cuyos
motivos a ella misma se le escapaban, siempre la había atraído, desde mucho
antes de conocerlo, la posibilidad de hacer el amor con desconocidos, y si el
afecto sincero que sentía por su marido había ocultado durante cierto tiempo
esa singularidad, esa semana en que había estado sola en un hotel, su
irresistible inclinación la había vuelto a atrapar, hostigándola día y noche
hasta obligarla a pasar al acto. El deseo súbito que la arrebató, afirmaba la
muchacha, había sido como un ataque de locura, o como si, de golpe, hubiese
pasado del mundo familiar a otro desconocido en el que únicamente su deseo
existía, y todos los vínculos con su verdadera vida se hubiesen borrado. Antes
y después de ese arrebato, en el mundo verdadero, era el amor por su marido y
la vida en común que llevaban lo único que le importaba, y por esa razón se
sentía menos culpable que desconsolada y perpleja.
El hombre la escuchaba aterrado, y esa
noche de asco y aflicción se prolongó en un mes de pesadilla: recriminaciones y
violencias, gritos y llantos, silencios y amenazas, pasaban de uno al otro, día
tras día, en un desgarramiento prolongado. Decidían separarse para siempre, y
unos minutos más tarde copulaban con rabia y desesperación en la noche insomne
y sin fin. En vez de calmarlos, el alcohol los exasperaba, y sentían que el
dolor y la furia nunca dejarían de crecer, hasta que, al cabo de algunas
semanas, el rencor, la tristeza y la impotencia, atenuándose, dieron paso a una
calma insensible y gris. Ya no hablaron de separarse, pero ella, para pagar de
algún modo el precio de su singularidad, se resignó a responder, sin omitir un
solo detalle, a los interrogatorios interminables acerca de su brusco arrebato
a que él la sometía. Se vio obligada a contestar, una y otra vez, las preguntas
más extrañas, relativas a la duración de su acto, a
las posiciones en las que lo había
realizado, al cuerpo del hombre, a la intensidad de su goce, a las frases que
intercambiaron, al aspecto de la pieza donde habían estado, a la iluminación,
al orden de los acontecimientos, a la hora. Mil veces las preguntas salían por
entre los labios del hombre, que la miraba fijo mientras las formulaba, en
busca de nuevos y curiosos detalles o de una sempiterna confirmación, y mil
veces ella le respondía con sinceridad exacta y escrupulosa, sin siquiera
pensar en lo que esa sinceridad podía tener de hiriente para su marido. Y a
tanto llegó esa exigencia de verdad que, cuando la tormenta pareció amainar, y
siguieron viviendo en una calma aparente como si no hubiese pasado nada, ella
se creyó en la obligación de decirle que no estaba segura de que en el futuro
el arrebato no se repetiría.
Él la escuchó en silencio, pero era
fácil adivinar en su mirada que ya que no podían separarse le pediría algo a
cambio, lo que en efecto sucedió unos días más tarde: él, le dijo, la aceptaba
como era, pero no quería que las cosas pasaran a sus espaldas o en su ausencia.
Que esos arrebatos de ella, si él los aceptaba, eran un bien común que poseían
y que debían administrar juntos.
Perpleja y curiosa, y con cierto alivio también,
porque esa propuesta la liberaba de sus sentimientos de culpa, la mujer aceptó.
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