En ese momento comenzó el rasgueo de una guitarra, y una voz varonil se elevó vibrante y clara:
"Si un imposible me mata
por un imposible muero;
imposible es alcanzar
el imposible que quiero..."
Era Santos Menacho a quien alguien había pedido que le cante. —El mozo no se hizo de rogar y entonó las viejas estrofas que decían de amores quiméricos, de dolor y de pasión contenida. La guitarra bajeaba sonora en la pausa, mientras el cantor, compungido, observaba con ansiosa interrogante a la mujer que amaba. Mireya, cuchicheante miraba a Hurtado con ojos maliciosos sin reparar, al parecer, en Santos. El sentía que la guitarra le temblaba entre las manos y siguió cantando:
"De los cien imposibles
que el amor tiene,
yo ya llevo vencidos
noventa y nueve..."
Un nuevo bajeo y terminó, dando a su canto toda la intención, que, oculta en su alma simple. pugnaba por salir bullente como una dolorida protesta ante la indiferencia de Mireya:
"Noventa y nueve, sí,
llevo vencidos,
uno solo me falta
con el olvido..."
La concurrencia premió al cantor con muchos aplausos, pero un chusco que había observado a Santos mientras cantaba, deslizó al oído de su compañero:
—Me parece que esos versos piden sal... A ver si no se la dan en taza llena... Con Hurtado no hay chistes...
A su vez los amigos de Hurtado le pidieron que cantara algo. Hurtado era buen guitarrista y sabía bien que la vihuela era instrumento de certera puntería en las lides del amor. Tenía una voz muy bien templada, ejercitada en las mil correrías de su vida jaranera, Y mucho gusto para cantar. Pero no le agradaba prodigarse y cuando cantaba era bien rogao. Sin embargo, aquella noche cedió a la primera invitación. Se hallaba fastidiado con la insistencia de Santos que él, por supuesto, juzgaba impertinente, porque era a su juicio el único obstáculo al que se aferraban los viejos para mezquinarle a Mireya. Quería hartarlo a su rival; hacerle saber que: esa hembra era de él y sólo para él y que de nada le servirían sus quejas ni sus protestas. Cogió la guitarra y la pulsó con decisión. Bajo la enérgica presión de sus dedos, el encordado vibró sonoro y limpio. Era una música impetuosa que tenía algo de himno y de marcha; las notas altas saltaban con nitidez
Cristalina entre la bruma del bajeo y las cuerdas, al caer, rebotaban sobre la madera de la guitarra, como sobre el pergamino de un tambor, en un chicotazo silvante y persistente. Luego vino la voz cálida y segura, en un preludio que hablaba de luchas y victorias, de esperanzas y de amores para remachar en un cuarteto rotundo como un desafío:
"Esta noche con la luna,
o me la vengo a robar
y el que no me tenga miedo
que me la venga a quitar..."
Mireya, a su lado, la cabeza soberbia inclinada hacia atrás, la boca sensual abierta en una leve sonrisa indefinida, lo envolvía en una mirada acariciante.
Fueron clamorosos los aplausos para Hurtado que, sin duda, era el hombre del día en el rancho.
El baile continuó. Las parejas sudorosas, tambaleantes por las libaciones, no atinaban a llevar el compás. Algunos hombres gravitaban sobre su compañera con inercia de bolsas. Junto a Toledo conversaban quedamente unas viejas y oyó que decían:
—Ah, ¿el famoso Hurtado? —Sí; el mismo.
—Pero si ej su mana, comadre. No vé a na Segunda le hizo su jocha... Le plantó pa' su muchacho y le sacó hasta el último medio.
—Si puej, la pobre... está de ocho meses lo menoj...
—¿Qué?, comadre. Está al tumbar. No pasa de esta semana... Toledo volvió la vista y sus ojos tropezaron con la mirada fría de Hurtado, que continuaba junto a Mireya. No le gustaba el hombre. Desde el primer momento sintió hacia él una invencible antipatía. Se le figuraba el bravucón de arrabal jactancioso y pendenciero, y le incomodaba su actitud de conquistador presumido.
De pronto calló la música. Se escucharon gritos airados y el sordo galopar de un caballo que se alejaba. La gente corrió hacia la puerta como un remolino. Un tiro retumbó en la pampa con ecos de cañonazo. Luego entró Santos Menacho, pálido y compungido. El arma todavía humeante le temblaba en la mano.
—Se huyó con Hurtado —gritó iracundo.
Don Luciano, perplejo, se arrimaba al marco de la puerta. —Pero qué hacés viejo e porras, que no los seguís —le gritó doña Ubaldina, endemoniada.
Santos intentó salir nuevamente, pero le detuvieron. —Sosiéguese, amigo... —le dijo un hombronazo rudo, cogiéndole por el brazo—. ¿ Qué va sacar dando bala al disparate? La prenda ya se jué y usté nos está desparramando la caballada.
La concurrencia, prudente, comenzó a dispersarse. Sólo quedaban pequeños grupos donde se comentaba a gritos el suceso.
Los amigos también salieron.
En el cielo limpio de nubes no faltaba una sola estrella. La luna brillaba radiante sobre la pampa tersa que la brisa lamía suavemente.
Cuando se alejaban, Toledo vio cruzar por su imaginación, como un relámpago, la figura sensual de Mireya. Avanzaban paso a paso. El silencio infinito del campo se iba tragando, impasible, el sordo rumor que salía del rancho como un zumbido.
La Virgen de las Siete Calles de Alfredo Flores Suárez.
Interesante relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
fascinantes letras se un amor sincero
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