—En nuestro distrito, excelencia —dijo—, hace unos diez años trabajaba un recaudador de impuestos llamado Yákov Vasílich. Para conjurar el dolor de muelas no había otro como él. Se volvía hacia la ventana, murmuraba unas palabras, escupía, y el mal desaparecía. Tenía un poder especial.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—Cuando le despidieron, se marchó a Sarátov, a casa de su suegra. Ahora se gana la vida con las muelas. Si a una persona le duele una muela, va a verle y él le cura… A los ciudadanos de Sarátov los recibe en su propia casa y a los que residen en otras localidades los trata por telégrafo. Envíele un despacho, excelencia, diciéndole algo así: «Al siervo del Señor, Alekséi, le duelen las muelas y solicita tratamiento». Y mande por correo el dinero de la cura.
—¡Bobadas! ¡Charlatanería!
—Haga la prueba, excelencia. Tiene debilidad por el vodka, no vive con su mujer sino con una alemana. Es un deslenguado, pero puede decirse que hace milagros.
—¡Envíale recado, Aliosha! —suplicó la generala—. Ya sé que no crees en conjuros, pero yo misma me he beneficiado de sus efectos. Aunque no tengas confianza, ¿qué pierdes por probar? No se te van a caer los anillos.
—Bueno, de acuerdo —convino Buldéiev—. Para acabar con este tormento estoy dispuesto a enviar un despacho no solo a un recaudador de impuestos, sino al diablo en persona… ¡Ay! ¡No puedo más! Bueno, ¿dónde vive tu recaudador? ¿Cuáles son sus señas?
El general se sentó a la mesa y tomó una pluma.
—En Saratov lo conocen hasta los perros —dijo el intendente— Sírvase escribir a la ciudad de Sarátov, excelencia… A su señoría Yákov Vasílich… Vasílich…
—¿Qué más?
—Vasílich… Yákov Vasílich… Y el apellido… ¡Pues se me ha olvidado…! Vasílich… Diablos… ¿Cuál era su apellido? Hace un momento, cuando venía para aquí, me acordé… Permítame un momento…
Iván Yevseich levantó los ojos al techo y movió los labios. Bludéiev y la generala esperaban con impaciencia.
—¿Y bien? ¡Piensa más deprisa!
—Un momento… Vasílich… Yákov Vasílich… ¡Lo he olvidado! Es un apellido tan sencillo… Algo relacionado con los caballos… ¿Potrov? No, no es Potrov. Espere… ¿No será Yeguóvich? No, tampoco es Yeguóvich. Recuerdo que es un apellido de caballo, pero se me ha ido de la cabeza…
—¿Corcelóvich?
—Tampoco. Espere… Caballeróvich… Caballérov… Caballerinski…
—A lo mejor es un apellido de perro y no de caballo. ¿Garañónov?
—No, tampoco es Garañónov… Caballinski… Corcelinski… Potrinski… ¡No, no es ninguno de ésos!
—Entonces, ¿cómo voy a escribirle? ¡Piensa!
—Un momento. Caballónov… Potrónov… Trotónov…
—¿Trotonóvich? —preguntó la generala.
—No. Rocinóvich… ¡No, no es eso! ¡Lo he olvidado!
—¿Para qué diablos vienes con consejos si se te ha olvidado el nombre? —se enfadó el general—. ¡Largo de aquí!
Iván Yevseich salió lentamente, mientras el general, con la mano en la mejilla, se puso a recorrer las habitaciones.
—¡Ay, santos del cielo! —se lamentaba—. ¡Ay, santas benditas! ¡No veo la luz del día!
El intendente salió al jardín y, levantando los ojos al cielo, trató de recordar el apellido del recaudador.
—Corcelonski… Cocelónov… Corcelov… ¡No, no es eso! Caballonovski… Caballósov… Yegüinski… Garañinski…
Al cabo de un rato los señores le hicieron llamar.
—¿Te has acordado? —preguntó el general.
—No, excelencia.
—¿Tal vez Rocinski? ¿Caballúnov? ¿No?
Todos en la casa, a cual mejor, se pusieron a inventar apellidos. Pasaron revista a todas las edades, sexos y razas de caballos, sin olvidar las palabras crin, pezuña y arnés… En la casa, en el jardín, en las dependencias de los criados y en la cocina las personas iban de un lado para otro y, rascándose la frente, buscaban el apellido…
A cada momento se solicitaba la presencia del intendente en la casa.
—¿Yeguadóvich? —le preguntaban—, ¿Pezuñónov? ¿Potronóvich?
—No —respondía Iván Yevseich y, levantando los ojos al cielo, seguía pensando en voz alta—, Caballenko… Caballenkóvich… Potrenko… Corcelenko…
—¡Papá! —gritaban desde el cuarto de los niños—. ¡Calesóvich! ¡Riendanenko!
En toda la hacienda reinaba la mayor agitación. El general, impaciente y consumido por el dolor, prometió dar cinco rublos a quien recordara el apellido y al intendente empezó a seguirle un verdadero enjambre de personas…
—¡Alazánov! —le decían—. ¡Trotónov! ¡Jamelgóvich!
Pero cayó la tarde y seguían sin dar con el apellido. Así que se fueron a dormir sin haber enviado el telegrama.
El general no pegó ojo en toda la noche, iba de un extremo al otro de la habitación y gemía… Poco después de las dos de la madrugada salió de la casa y llamó a la ventana del intendente.
—¿No será Castradóvich? —preguntó con voz llorosa.
—No, no es Castradóvich, excelencia —respondió Iván Yevseich suspirando con aire culpable.
—Tal vez no sea un apellido de caballo, sino de algún otro animal.
—Le aseguro, excelencia, que es un apellido de caballo… Lo recuerdo perfectamente.
—Vaya memoria que tienes, hermano… En estos momentos ese apellido tiene más valor para mí que cualquier otra cosa en el mundo. ¡No puedo más!
Por la mañana el general mandó llamar de nuevo al médico.
—¡Que me la arranque! —decidió—. No puedo soportarlo más…
Llegó el médico y arrancó la muela enferma. El dolor desapareció en el acto y el general recobró la calma. Tras cumplir con su cometido y recibir la cantidad estipulada, el médico se sentó en su coche y se marchó. Una vez atravesada la cancela, ya en pleno campo, se encontró con Iván Yevseich… El intendente estaba al borde del camino, miraba el suelo con aire concentrado y pensaba en alguna cosa. A juzgar por los pliegues que surcaban su frente y por la expresión de sus ojos, esos pensamientos eran fuente de tensión y de tormento…
—Bayonóvich… Arnesónov… —farfullaba—. Riendanóvich… Jamelgónov…
—¡Iván Yevseich! —le dijo el médico—. ¿No querría venderme cinco cuartas de avena, amigo? Se la compro a los campesinos de la aldea, pero es muy mala…
Iván Yevseich miró con aire estúpido al médico, esbozó una sonrisa extraña y, sin responder palabra, batió palmas y echó a correr en dirección a la hacienda con tanta prisa como si le estuviera persiguiendo un perro rabioso.
—¡Lo he encontrado, excelencia! —gritó alegremente, con la voz alterada, entrando como un torbellino en el gabinete del general—. ¡Lo he encontrado, que Dios conceda salud al médico! ¡Avénov! ¡El apellido del recaudador es Avénov! ¡Avénov, excelencia! ¡Mande el telegrama a Avénov!
—¡Toma, para ti! —exclamó el general con desprecio, haciendo la higa ante sus mismas narices—. ¡Ya no necesito tu apellido de caballo! ¡Toma, para ti!
Antón Chéjov
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