El calor se encargó de convertirme en
una especie de anticucho ahumado. Un quitasol comprado de un ambulante y un
toco salvador me permitieron aliviar mis choquezuelas en la mañana infernal y
mis posaderas le dijeron gracias a la vida que me dieron tanto y con un suspiro
de alivio, pude sentarme. Ya, reconfortado en mi precario toco, no podía ver
cómo marchaban las cosas por delante. La descomunal nalga de la culona que
estaba delante de mí, no me lo permitía. Sus voluptuosas nalgas forradas en un
enterizo color marrón, eran dos mundos, que me separaban de mi mundo objetivo,
cuando repentinamente sentí que el mundo se me vino encima, y me di cuenta que
era la culona que termino empacada en mis rodillas, porque la habían empujado.
—Perdón
Me dijo, parándose como un resorte.
—Estoy desde las 5 de la mañana, ya va a
ser medio día y esta cola parece de tortuga.
“La suya parece de elefante, pero ¿se
siente bien?” dije mentalmente.
Ella siguió hablando. Me dijo que se
llamaba Beatriz y que no era de la tercera edad. El de la tercera edad era su
abuelo, un viejecito seco que estaba bajo un árbol. En realidad no recuerdo si
el abuelo era el viejito seco o era el abuelo que estaba bajo el árbol seco.
Lo que sí, pude informarme sobre las
penurias que tienen que hacer la mayoría de los chicos y chicas de la tercera
edad, para cobrar tan indignamente, su Bono Dignidad.
Beatriz no dejaba de hablar. Era como
una motosierra con turbante rojo. Parecía un semáforo humano parlante,
moviéndose con su cola, por toda la cola.
Al llegar en la madrugada, la habían
marcado con el número 162. Pensó que sería la primera pero encontró en la cola
a 161 personas que habían dormido desde la noche anterior. Muchas de ellas eran
gente mayor.
Cuando llegué para ocupar mi lugar,
acorralado por el temor del contagio y la hostilidad del clima, vi a cientos de
personas que hacían tres infames colas. Pero como todo tiene un final, yo
protagonice el mismo. Cuando ya pasamos de diez en diez viejucos al local de la
AFP, cerca del medio día, el mundo volvió a la civilización. Todos sentados en
puestos separados, las medias de seguridad correctamente señalizadas, alcohol
de por medio y; ¡aire acondicionado para todos!
Cuando cantaron ¡Número 163! me levanté
como quien se incorpora con los brazos gritando ¡gooool! pero, conserve mi
compostura inglesa, me acerqué, intercambiando sonrisas muy francas con la
funcionaria, las mismas que no las vimos al través del barbijo.
La dama que me atendió, vio mi carnet de
la Renta Dignidad y me dijo que debía empezar todo el trámite de nuevo.
—¿Y volver a hacer cola?
—¡Claro!
Me dijo con el mismo tono de Sherlock
Holmes cuando dice “elemental mi querido Walson”
Entonces se escuchó un aullido de rebeldía por toda la oficina. Era yo, un
papagayo convertido en mitad hiena, mitad león y el resto, como un viejo
insoportable.
—¡Nooo! ¡No voy a volver a hacer eso!
Entonces la empleada me escuchó impávida, los formularios que lleve, me los
rompió en mis narices, los boto a la basura, me pidió nuevamente mi credencial
y engrapó en ella, una anotación.
—¡Ya está!
Quise decir algo más pero ella se adelantó y dijo
—Puede ir a cobrar. ¡El siguiente!
¿El error era del cajero del Banco que
me atendió y me envío vanamente a la AFP? ¿La funcionaria? ¿si todo estaba
correcto, por qué quería que empiece todo de nuevo?
Volví a mi casa.
Ya no había la cola de Beatriz, pero la
cola de la indignidad, es algo cruel y maloliente.
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ResponderEliminarMuy bien descrito.
ResponderEliminarUn abrazo.