Ahora en franco retroceso, esa tradición, la mejor que hubo en Cochabamba, no solo que va desapareciendo, sino que deja los paladares apesadumbrados, las conversaciones apagadas, las cervezas recluidas en sus cajas.
En los buenos tiempos, no había bar que se precie que no exhibiera afuera una pizarrita anunciando el plato de la tarde. Ch’ájchu, Puchero, Tomatada de cordero, Picante de lengua, Habaspectu… Los platos de la tarde eran los de cada tarde distinta y dada, pues se cambiaban cada día. Ensayos, variaciones y vasos, amigos.
Era en los patios, si no en los jardines, del glorioso Comercio, el Qhomer samay, o la Quinta Soledad, entre otros, donde en las tardes plácidas cochabambinas, a veces al son del cacho, se ejecutaban el gesto y la tonada de la más simple alegría de vivir. Y aunque sería al quechua al que le cabría figurar rubricar aquí la espumeante tarde con algún dicho pícaro o de anónima sabiduría, al no conocer yo ninguno no tengo reparos, sin embargo, en recordar un latinajo de Terencio: Animus est in patinis, o Mi alma está en los platos.
El mismo diminutivo (platito) de la expresión, por otra parte, ya enlazaba con esa vieja particularidad del habla boliviana, con su afición a lo chiquito, como también esconde, no hay que ignorarlo, los poderes de la tentación, con sus armas no siempre inocentes.
Hace poco tuve, debo mencionarlo, una descorazonadora charla con un taxista, bastante joven, que dijo ser de Quillacollo. Me confesó que no sabía qué era el ‘plato de la tarde’, que nunca había escuchado ni la expresión. Tampoco sabía qué era… ¡un ch’ájchu! Con algo de humor, reconoció que su generación, ‘así nomás es’, se dedicaba plenamente a la comida chatarra y fácil: pollos al espiedo, hamburguesas al paso. No conocen otra cosa, afirmó con una espeluznante normalidad.
El retroceso civilizatorio que ello supone se ve también refrendado por la proliferación de ‘confiterías’ con productos elaborados con grandes cantidades de azúcar blanca, ese veneno. De tal manera, la gordura se abate sobre la población y las ciudades se llenan, paralelamente, de feos, enormes lugares que expenden pollo y papa frita. El detalle alimenticio y gozoso, los secretos de la mejor tradición gastronómica, de tal manera, se refugian en cada vez menos lugares, que hay que conocer. Quedan pocos.
El plato de la tarde, soporte y pretexto de amistades, pausa en el trajín, alborozo del paladar, también se caracteriza, felizmente, por su justa medida y cantidad: un platito, ni mucho ni poco, suficiente, exacto.
Al retroceso del platito de la tarde se le suma, además, la descarada forma en que toda la ciudad cayó en manos de la especulación inmobiliaria. Por doquier caen casas, se levantan edificios, se anulan los jardines, se tapa el sol, se tapa la vista al cerro, se espesa el tráfico, se espesa el aire. Amén. Igual no escapo, de todas formas, de esta incómoda frase de Raymond Aron: “Tan ridículo es aspirar a la plenitud del pasado como querer permanecer en el desamparo del hoy”.
El ocio y el diente, el patio y el plato, la risa y la apuesta, el dado y la copa; podrían formarse tantas más yuntas de palabras que suelta y alegremente retratan miradas y vaivenes de la que fue, y todavía lo es donde perviva, arrinconada, una de las mejores tradiciones de estos traspatios del mundo, cuando felices.
Por/con el platito de la tarde, ¡salud!
No hay comentarios:
Publicar un comentario