lunes, 29 de mayo de 2017

972: Héctor Hugh Munro: TENDENCIAS ENCONTRADAS

Y mientras Clyde traficaba con negociantes persas de caballos, perseguía puercos monteses hasta sus cubiles o completaba sus apuntes sobre las aves de caza de Asia Central, Dobrinton y Vanessa lidiaban la ética del decoro en el desierto desde puntos de vista que cada día mostraban una mayor tendencia a converger. Y una noche Clyde cenó a solas, leyendo entre plato y plato una extensa carta de Vanessa en la que justificaba el acto de alzar el vuelo hacia tierras más civilizadas en compañía de un ser más compatible.

Fue pura mala suerte de Vanessa, quien en el fondo era de veras decorosa, el que ella y su amante cayeran en las manos de unos bandidos kurdos el día mismo en que escaparon. Estar presa en una sórdida aldea kurda, en la íntima compañía de un hombre que era apenas su esposo por adopción, y atraer la atención de toda Europa hacia este trance, era tal vez lo menos decoroso que podía pasarle. Y había complicaciones internacionales, lo cual empeoraba las cosas. El informe del cónsul más cercano rezaba: "Dama inglesa y su esposo, de nacionalidad extranjera, retenidos por bandidos kurdos que piden rescate". 

Aunque Dobrinton era inglés de corazón, el resto de sus miembros pertenecía a los Habsburgos; y aunque esta pieza particular de sus vastas y variadas posesiones no era motivo de gran orgullo o placer para los Habsburgos, quienes gustosamente la habrían canjeado por una rara ave o mamífero para el parque de Schoenbrunn, las reglas de la dignidad internacional los obligaban a exhibir un decente grado de interés por su devolución. Y mientras las cancillerías de dos países tomaban las medidas habituales para obtener la liberación de sus respectivos súbditos, se produjo otra espantosa complicación: Clyde, que seguía el rastro de los fugitivos sin mayores deseos de alcanzarlos pero con el borroso sentimiento de que eso era lo que se esperaba de él, cayó en manos de la misma caterva de bandidos. La diplomacia, si bien estaba ansiosa de hacer cuanto pudiera por una dama en desgracia, dio señas de impaciencia ante esta ampliación de su tarea.

Como observara un joven frívolo de Downing Street, "Con gusto sacaremos de apuros a cualquier marido de la Señora Dobrinton, pero permítannos saber cuántos maridos son". Como mujer que valoraba el decoro, Vanessa ciertamente carecía de suerte.

Entretanto, la situación de los cautivos tampoco estaba libre de enredos. Cuando Clyde explicó a los cabecillas kurdos la naturaleza de su relación con la pareja de fugitivos, se mostraron muy comprensivos Pero vetaron cualquier idea de venganza sumaria, puesto que los Habsburgos de seguro insistirían en la liberación de un Dobrinton vivo y en razonables condiciones de integridad. No ponían objeción a que Clyde le administrara una paliza de media hora a su rival los lunes y los jueves, pero Dobrinton se puso de un verde tan pálido al escuchar tamaños planes, que el jefe se vio obligado a suspender el privilegio.

Y así, en la estrechez de una choza de montaña, el mal mezclado trío padecía el insufrible paso de las horas. Dobrinton estaba demasiado asustado para tener ganas de conversar, Vanessa demasiado mortificada para abrir los labios y Clyde andaba de un humor silencioso.
Tres veces al día se arrimaban entre sí para ingerir la comida que les habían preparado, como animales del desierto que se juntan en silenciosa suspensión de hostilidades en el abrevadero, y luego se apartaban para reanudar la vigilia de la espera.

A Clyde lo cuidaban con menos atención. "Los celos lo mantendrán al lado de la mujer", pensaban los captores kurdos. Ignoraban que un amor más salvaje y sincero lo llamaba con mil voces, más allá de los límites de la aldea. Y una noche, al descubrir que no recibía la atención debida, Clyde se escabulló montaña abajo y reemprendió el estudio de las aves de caza del Asia central. En adelante los otros cautivos fueron custodiados con mayor rigor; pero de todos modos Dobrinton lamentó poco la partida de Clyde.


El largo brazo de la diplomacia aseguró por fin la liberación de los prisioneros, si bien los Habsburgos no habrían de disfrutar de los honores de aquel gasto. En el muelle del pequeño puerto sobre el mar Negro en donde la pareja rescatada volvió a entrar en contacto con la civilización, Dobrinton fue mordido por un perro, al parecer rabioso, aunque a lo mejor sólo tenía poco criterio selectivo. La víctima no esperó a que aparecieran los síntomas de la hidrofobia, sino que se murió del susto de una vez; y Vanessa hizo sola el viaje de regreso, con la vaga sensación de llevar levemente restaurado el decoro. 

Clyde, en las pausas que le dejó la corrección de las pruebas del libro sobre las aves de caza de Asia central, encontró tiempo para sacar adelante una demanda de divorcio ante las cortes, y tan pronto como pudo corrió a las agradables soledades del desierto de Gobi a recoger material para una obra sobre la fauna de aquella región. Vanessa, en virtud quizás de su anterior familiaridad con los rituales culinarios de la merluza, obtuvo un empleo entre el personal de cocina de un club del West End. Nada despampanante, pero al menos quedaba a dos minutos de Hyde Park.

3 comentarios:

  1. Leyéndote me ha picado la curiosidad y ya me he buscado este cuento de Héctor Hugh Munro para leerlo.
    ¡Feliz semana!

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  2. El cuentista de la época victoriana -época fascinante-

    Muy bueno.

    Besos

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