Se sentó de nuevo en la acera y se pasó la mano en la acera y se pasó la mano por la frente, para enjuagarse el sudor. De pronto, al levantar los ojos, descubrió a un soldado, haciendo guardia, como aquel otro del cuartel. Al darse cuenta de ello, renació la esperanza de obtener noticias. Quién sabe era allí. Al fin y al cabo había soldados, como en el cuartel.
Cuando intentó entrar, el centinela no la detuvo, como en el otro cuartel. Se limitó a señalarle un cuartucho junto a la puerta, donde había varios hombres, fumando y charlando. Uno de ellos, el que estaba sentado al fondo, fue el primero en verla y se apresuró a gritar:
—Suyaricuy, espera.
Entonces ella se sentó en el umbral de la puerta. Y esperó nuevamente. Entretanto, los hombres siguieron charlando, como si ella no existiera. Por fin salió uno. Después otro. Quedaron solo tres, que hablaban en voz alta y reían constantemente. Una gran modorra la había invadido, sentada allí en el umbral de la puerta. Aquellas carcajadas, sin embargo, la despertaron a la realidad. Vio ya solo tres hombres. Se puso de pie, avanzó unos cuantos pasos e intentó interrumpir la conversación.
—Tata…
El hombre que estaba sentado al fondo de la habitación le hizo una seña —una, dos veces— de que se callara. Como a pesar de eso ella insistiera, a los ojos oblicuos de aquél asomó la ira y en el color bronce de su rostro se acentuó el color verde.
—¡Déjanos en paz, india bruta! —masculló.
Él hizo seña al guardia para que la echara a la calle, inmediatamente. Renació entonces para ella la misma interrogación de antes, grande, llena de misterio:
—¿A dónde ir, a dónde?
Tercer día. Camino a la ciudad. Pasos inciertos. Un caserón blanco, con un patio enlosado y al centro un gran cuadrante. Oficinas. Papeles amontonados como torres. En todas partes la misma respuesta para ella:
—No es aquí.
Finalmente, ingresó en un segundo patio, pequeñito, inundado por la hierba donde ante la oficina oscura había una larga fila de indias.
—Aquí es, mama —le dijo una de ellas.
Espero varias horas, pero no alcanzó a llegarle su turno. Al mediodía salió el hombre que trabajaba en la oficina y cerró la puerta con un candado. Cuando cruzaba el patiecito ella logró interponerse en su camino.
—Es tarde —dijo él, señalando al Sol, cuyos rayos caían verticalmente—, Qhaya kutirimuy
De nuevo diez leguas murieron con el tercer día; cinco del rancho a la ciudad, cinco de la ciudad al rancho.
De aquella oficina la mandaron a otra, en la Municipalidad, y por último a otro, situada en un edifico anexo a la Prefectura. Allí esperó como en el cuartel, como en la Policía, como en el patio pequeño e inundado por la hierba. Esperó…Llegaron otras indias, con los ojos llorosos, al igual que ella. Y algunas lograron entrar en la oficina, por suerte o por desgracia, porque de la oficina salieron llorando.
Guaguay guañusca, mi hijo había muerto —oyó que decían. Entonces a ella le dio miedo. Y no se atrevió ya a insistir para entrar. Prefirió quedarse en la puerta, como de costumbre. Mirar. Callar.
Un día encontró cerradas las puertas de la oficina. Buscó en todas direcciones para saber la causa. Pero al final, como estaba acostumbrada a esperar, esperó también. Y hacia el mediodía —era domingo— las puertas cerradas bastaron para decirle lo que le habían dicho tantas veces los empleados de la oficina.
—Qhaya kutirimuy
Entretanto, fue pasando el tiempo: diez, cincuenta, quien sabe cuántos días. En la oficina los empleados buscaron o fingieron buscar el nombre que ella les decía. Recorrían unos papeles largos, conversando o silbando. Y acabaron moviendo la cabeza negativamente, mientras le ordenaban a ella que no se acercara tanto: mitad por pena, mitad por asco. Tuvo así que volver a la puerta, pero conservando intacta su esperanza; acrecentada más bien por aquellos pasos que había dado hacia adentro.
Posteriormente, para los otros —para los blancos, para los cholos— llegaron grandes noticias. Había terminado la guerra. Comenzaba la desmovilización. Final de una larga pesadilla. Alegría en los corazones. Mas para ella todo siguió igual. Ni siquiera se enteró de esas noticias. Desde que se llevaron a su hijo, al Juancito, no hablaba con nadie. Además, aun cuando le hubieran avisado, habría sido inútil, porque ¿acaso sabia ella donde, ni qué cosa era la guerra?
Los empleados de la oficina, a su vez, habían acabado por acostumbrarse a la presencia de ella, humilde, silenciosa, acurrucada, en la puerta como un animal inofensivo. Cierto día, sin embargo, dos empleados que compulsaban una lista muy larga —nombre de muertos, de prisioneros, de heridos— interrumpieron de pronto su tarea. Comenzaron a discutir en voz alta. Y luego llamaron.
—¿Cuál es el nombre de tu hijo? —preguntó uno de ellos.
—Juancito, tata.
—¿Juancito, que?
—Juancito Quespi, tata.
Los empleados volvieron a mirar en las listas, ávidamente.
—Ha muerto —dijo uno de ellos.
—No ha muerto —replicó el otro.
Los cuatro ojos se clavaron una vez más en las listas: O… P… Q… Quespi…Quespi… Quespi…
—Hay tantos quespi entre los indios —volvió a decir el primero—, que resulta imposible distinguirlos. Son como las hormigas.
Y se encogió de hombros. El otro hizo lo mismo. Después, frente a la duda hundida como una cruz en ella, la propia duda de los dos les hizo decir, casi el mismo tiempo, lo de siempre
—Qhaya kutirimuy (vuelve mañana)
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