Reinaldo tuvo un impulso y acercándose a ella con súbita decisión, comenzó a decirle, reticente y mordaz:
—Revolvernos? ¿No sería desaprovechar esta soledad tan discreta, este apartamiento tan propicio?
Ella no comprendió, pero si se dio cuenta de que empezaba a requerirla de amores. Quiso entonces adoptar una actitud inabordable de honestidad, pero no encontró las palabras apropiadas y al cabo de una corta vacilación, en la cual, sin embargo, perdió mucho terreno ante el asedio de las miradas de Reinaldo, dijo enrojeciendo súbitamente:
—Es que ya va a ser de noche.
Fue una desgraciada ocurrencia que la traicionó y la entregó. Reinaldo se enardeció más, como el combatiente ocasional a la vista de la sangre derramada por sus manos, y exclamó, ya con la voz enronquecida y casi sobre el rostro de ella:
—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!
E inclinábase ya para estampar dos besos restallantes, como dos bofetadas, sobre la boca de la mujer, en despique de lo que para él había sido un ultraje a su dignidad de varón; pero, como si el caliente olor de aquel rostro —en el cual un anhelo de emoción entreabría la boca carnosa y tentadora, así como la plena madurez revienta la pulpa rezumante de las frutas—, hubiese clavado súbitamente un eficaz acicate en el moroso ijar de su deseo, doblose tendido también y apretó sus labios contra los de aquélla en un beso largo y ardiente, su primer beso de amor.
Luego una pausa espiritual, una total ausencia del ángel. Al cabo, una deplorable reacción.
El canto de las cosas se extendía sobre los árboles como una cúpula sonora, el aire ardiente de la siesta vibraba sobre la tierra rojiza de los cerros costeños. El taladro de una idea fija torturaba la mente de Reinaldo:
—¡Y esto era lo que había oculto en mí! ¡Esto era mi verdad! ¿Cómo ha sido posible que yo estuviese engañándome a mí mismo tanto tiempo? ¡Estoy irremisiblemente perdido!
De pronto Teresita irrumpió, roja y jadeante, en la soledad de la plaza. Traía un libro en las manos.
—Señor Solares. Aquí le manda mi tío el libro que usted le prestó.
—¿Tu tío? ¿De cuándo acá tienes tío?
La niña soltó la risa que contenía sujetándose el mentón.
—Es mi tía Romelia. Pero ella me dijo que si usted estaba acompañado le dijera que era mi tío el que se lo manda. A mí me da risa porque yo no sé qué tío será ése. Cosas de ella que se la pasa inventando para que yo me ría.
Reinaldo puso el libro sobre el banco y, cogiendo las manos de la niña, la miró fijamente en los ojos.
—¡Jum! ¿Por qué me ve usted así? ¿Yo le debo algo?
—¡Quizás, Teresita! ¡Ojalá me equivoque! —Y luego, soltándola—: Mira: por allí acaban de caer unos almendrones. Ve a recogerlos.
La niña salió de estampía en dirección al sitio señalado. Reinaldo abrió el libro y buscó entre las páginas. Dentro de ellas había una tira de papel manuscrito que decía: “Orosimbo no viene hasta mañana”.
—¡Esta mujer no respeta nada! ¡Servirse así de esa criatura!
Teresita volvió diciendo:
—¡Embustero! No hay ningunos almendrones.
—Los habrán recogido.
—¡Sí, oh! Deme el libro, pues.
—¿Cuál?
—EL que le va a mandar a ella. ¿Usted no sabe?
Y como Reinaldo volviera a clavar en sus ojos la mirada escrutadora:
—¡Ah, caramba! ¿Por qué me ve así? ¿Tengo algo en los ojos?
—No, Teresita. No tienes nada. Todavía no tienes nada.
La niña movió el índice en ademán de advertencias:
—¡Jum, cuidado, pues! Ustedes van a parar en locos.
—¿Quiénes?
—Tú y mi tía Romelia. ¿Acaso yo no sé?
—¿Qué sabes, Teresita? —Y la voz de Reinaldo se quebró en un anhelo angustioso.
—Que tú y mi tía son novios y se besan cuando están solos. Yo los he visto. Yo los he visto.
Reinaldo sintió la subitánea impresión de los cataclismos mentales: primero un brusco aceleramiento de la vid interior, un torbellino de ideas inaferrables, en seguida una violenta sumersión en una vorágine de inconsciencia. Se levantó del banco y echó a andar corno un autómata.
De aquella sumersión abismal su pensamiento salió, al cabo de un rato, con un recuerdo de olvidadas impresiones: ¡Ay de aquel que escandalice a un niño! Experimentó el fanático horror de las culpas que no tienen remisión; el tremendo anatema del Cristo que había caído sobre su vida; ¡había corrompido a un niño! Representábase a Teresita perdiendo la inocencia en el infantil atisbo de aquellas escenas de concupiscencia; aquella prematura visión del pecado no se borraría jamás de la memoria de la niña, cuya suerte estaba echada. ¡Y él había sido el corruptor de su alma! ¿Qué hacia el rayo de las tremendas iras divinas, que no acababa de caer sobre su cabeza? De allí en adelante, ¡para toda su vida!, ¡estaba condenado a llevar en el pensamiento el recuerdo de aquella cosa execrable!
Rómulo Gallegos
Me encantó, hace ya muchos años, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos. Es la única novela que he leído del autor.
ResponderEliminarUn abrazo.