Es la mujer más sola del mundo. Una mujer dedicada con pasión al cigarrillo y a la lectura que ha renunciado al sexo, los besos, el vino, las flores, los manjares, los paisajes, los perfumes y los milagros de la vida simple. Una erudita, pensé mirando la lista de libros. Tengo insomnio y buena vista —me sorprende ella largando una bocanada de humo—. Hice solamente la primaria y nunca me había interesado por los libros hasta que encontré una Biblia en mi celda. Me sentí impactada, transportada hacia mundos y sensaciones increíbles al leerla. Dejé inmediatamente de creer en Dios cuando llegué a la última página.
Me
pregunta si yo soy creyente. Agnóstico, le respondo. Asiente y me interroga:
¿Leíste Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell? Admito que no. Ella
vuelve a asentir y se queda callada: no quiere humillarme ni lucirse, aunque
tiene una brevísima mueca de desencanto. Estoy seguro de que le hubiera gustado
discutir conmigo algunas de aquellas refutaciones.
Me
interesé mucho por divinidades y profetas, y luego a través de las religiones
desemboqué en la historia antigua —sigue
mientras se quita una hebra de tabaco de la lengua—. Leía novelas buenas y
malas, ensayos, manuales, crónicas. Un asunto me llevaba a otro, y a otro más.
La historia antigua me llevó a la moderna, y me sorprendí de cuántas
contradicciones había, y cómo el relato dependía de quién escribía cada hecho y
con qué intención. La historia parece literatura, ¿no? Me encojo de
hombros. Alguna más que otra, agrega como adivinándome la respuesta.
Ahora
la observo mejor; trato de imaginarme a aquella lectora impenitente
descubriendo el gozo inaudito de esos cuentos verdaderos que los historiadores
le narraban. Anoto en mi cuaderno de hojas cuadriculadas su metodología: dos
veces por semana se pasa algunas horas en la biblioteca, revisando y separando
el material. Acopia siempre un cargamento considerable, lo apila junto a la
cama y permanece alrededor de él mañana, tarde y noche. Muchas veces la
sorprende el amanecer. A lo largo del día, carga el libro en los brazos si es
muy pesado, o simplemente lo lleva en alto y camina una y otra vez, como un
tigre enjaulado, los tres metros de la celda de ida y de vuelta. De ida y de
vuelta. Hace kilómetros de lectura caminada y se vuelve a acostar. Fuma y fuma,
y toma mates. Se ríe, a veces llora, habla mucho en voz alta, en ocasiones
grita. Nadie la molesta.
Así que al principio eras una lectora ingenua, le digo para retomar el fondo. Mentira o verdad —recita y tose—. Lo que sucedió y luego cómo lo narraron. La no historia. La historia como novela. Y después directamente la novela, los relatos cortos. Mi vida puede contarse de muchas formas. El expediente dice una cosa, pero yo puedo contarte una muy diferente. No lo dudo, y se lo digo. Y luego la literatura es historia menuda, ¿no? —me azuza: una chica de los barrios bajos de San Miguel de Tucumán, una reclusa abandonada a un rincón oscuro y húmedo del planeta, que de pronto se expresa como una profesora mundana de Oxford o de La Sorbona—. Dejé de creer acríticamente en Dios y en los relatores, y sentí un vacío. Un gran vacío y una gran curiosidad. Y un apetito por conocerlo todo.
Lo
único que Noemí Gutiérrez podía conocer del mundo era lo que otros habían
escrito sobre él, pero a ella eso le bastaba: quería descubrir cada detalle,
iluminar su ignorancia parte por parte, quizá sin comprender todavía que a más
luz más conciencia de lo vasta que es la oscuridad.
Conversamos
sobre En busca del tiempo perdido: había leído el ciclo entero de Proust
en una semana. Le mencioné La comedia humana. Se apena: Aquí
solamente hay cuarenta novelas de Balzac. Tengo entendido que me faltan otras
cuarenta y cinco.
Su educación tiene, como la de cualquiera, muchos huecos, y está llena de arbitrariedades y sorpresas. Pero es increíblemente sólida y por momentos apabullante. Me dedico un rato, por pura diversión, al juego de preguntas y respuestas, y ella va respondiendo y lanzando carcajadas ante mi asombro. Cuando le nombro un autor poco conocido o un libro ignoto, simplemente se barre el mentón y declara su derrota. Pero son derrotas menores, sin verdadera importancia. Me corta el juego con una duda: ¿Leíste a Freud? ¡Qué gran novelista! Estudió a Jung y a Lacan, y también varios tratados sobre psicología y psiquiatría. Muchas novelas parecen calcadas unas de las otras —añade, como si se estuviera yendo por las ramas—. Algunas novelas son únicas. Y luego unos ensayos impugnan a otros. Es muy interesante ver a personas inteligentes errar tanto, equivocarse fiero, tener visiones tan opuestas. Está a un paso de la filosofía, y lo da. Hace comentarios agudos sobre los diálogos de Platón y sobre Kant, Descartes, Heidegger, Nietzsche y las verdades relativas: Al principio me parecía que todos tenían razón —se ríe y prende otro cigarrillo—. Y después pensaba que nadie la tenía. Hubo días enteros en que no entendía nada de lo que leía. Y días en que me parecía, por un momento, que comprendía la lógica del cosmos. Te juro. Yo tenía palabras propias, ya no utilizaba lugares comunes.
Pero
lo que no tenía era con quién usarlas.
Me
da la impresión de que le agarra un poco de frío. Se frota las mangas largas de
la remera gris sin soltar el Parisienne. Miro sus manos. Le pregunto si alguna
vez intentó enseñarle el arte de leer a alguna compañera. Si no sintió nunca la
tentación de convertir a una mujer elemental en una mujer culta con quien
compartir lecturas. Responde que no. Que a nadie, que nunca. Y cambia de rumbo:
regresa a la ética, a la metafísica, también a la política y a la ciencia. A la
medicina y a la astronomía. De repente vuelve al comienzo, me clava la vista: No
quise perder el tiempo enseñando nada, no quise tener una discípula ni una compañera
de celda, no quise volver a enamorarme. Fui egoísta. Quise todos los libros
para mí sola, viajar por todas esas galaxias sin que nadie pudiera joderme con
sus celos y sus problemas. Vivir en esos planos paralelos, encarnar esos
personajes.
Se
abre entre nosotros un silencio hondo. Ahora soy yo quien le adivina el
pensamiento: no quiere que le tenga lástima. No me lo dice, pero no hace falta.
Está pensando que agradece al destino aquel primer segundo fatal, aquella
cuchillada que le permitió este aislamiento maravilloso. Es verdad que me
encantaría discutir un rato sobre las nuevas teorías de la evolución con un
biólogo, o sobre los mecanismos del poder con un buen lector de Foucault
—afirma aplastando el pucho—. Pero, mirá, yo sé que fumo demasiado y que es
muy probable que me muera de cáncer de laringe o de pulmón. Conozco las
estadísticas y sé que no tengo un minuto que perder en boludeces. Voy a seguir
unos meses con esto y después me voy a dedicar a releer. Necesito diez años
para releer algunos textos fundamentales. Me muestra las dos manos abiertas:
diez años nada más. Eso pide. Eso y la soledad. Después se pone a jugar
mecánicamente con un mechón blanco mientras sus ojos azules se pierden en esa
nueva tarea titánica que para ella es un estado de gracia, una beatitud por la
que le entregaría su alma al diablo.
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