En el año del Señor de 1735, un ciudadano francés que
respondía al nombre de Louis de Aragón llegó a La Paz donde pagó la elevadísima
suma de 200 pesos fuertes por el derecho de “permanencia” para que las
autoridades se hagan de la “vista gorda”, pues Madrid no permitía extranjeros
en sus colonias. Estuvo varios años en La Paz, se susurraba que traía una
misión secreta y que el apellido de “Aragón” fue inventado, ya que el verdadero
era Lemaitre.
Llegado a La Paz, Louis de Aragón se alojó en la casa
del pintor español don Juan de Piña, a quien colaboró en su ocupación para la
decoración de algunos templos y conventos de la ciudad y de los pueblos.
Además, pintaba imágenes religiosas y uno que otro retrato de los personajes de
la época. Sabe Dios si ésa fue una de las razones para que a monsieur Lemaitre
o Aragón no se lo hubiese encontrado.
En su estadía trabajó mucho y ganó mucho más porque
era experto en escultura, dorador, retratista y un incomparable pintor a mano
alzada. Así como trabajaba ¡artista al fin!, era un poco bohemio y de vez en
cuando con sus mecenas se pegaba unas “jarras de arroba”.
Producto de esas, cierta vez, el pintor y amigo
sentían que morían a raíz de varios días de algarabías y trasnochadas. Ambos
tenían un hambre enorme y Louis como todo un genuino francés era un sibarita
consumado. Naturalmente añoraba su comida allende de los mares: “la bonne
cuisine francaise”.
Aquella madrugada —al no haber encontrado un lugar
donde les sirvieran al ¡rebueno! — volvieron a casa. Louis, muerto de hambre,
se apresuró a curiosear en la cocina y al descubrir unos tiernos trozos de
marrano se inspiró y se puso a preparar un fricasé usando los condimentos que
encontró y que constituían un tesoro, pues los originales eran rarísimos y
carísimos en esa época. Algunos sólo se hallaban en las boticas.
Las piezas de marrano las acomodó en la marmita.
Luego, el ajo molido, la hoja de laurel, el comino y la pimienta negra, pero
siempre estaba faltando algo muy especial. ¡Oh, la, la, era la cayenne! Para
darle color y picor. Al no encontrarla le puso ají amarillo y aquello cocía
rabiosamente empezando a desprender un aroma delicioso.
Monsieur probaba y aumentaba un poco más de esto y
otro poquitín más de lo otro, pero seguía faltando la cayenne. Entonces pidió a
la cocinera un poco más de esa pasta picante (ají amarillo), pero como tampoco
había más le metió ají colorado. ¡Oh mon Dieu! Faltaba “le bouquet garni”.
Sencillamente eso no existía en estas tierras y lo sustituyó con el silvestre perejil,
un poco de huacataya y algunas hierbecillas. Total, estaba haciendo lo que se
podía y otra vez a probar hasta que su fino paladar le dio la respuesta: ¡Está
muy bueno! Aunque muy diferente a su “fricassé francaisé”.
Era cerca del mediodía y escucharon perentorios golpes
al aldabón del portón de la calle. Voces fuertes se escucharon en el zaguán y
al enterarse de quiénes eran se les heló el alma. Era don Juan de Borja,
alguacil mayor de la Santa Inquisición en La Paz acompañado de su secretario.
De Borja, ya entrado en años, era muy temido porque de él dependían vidas y
haciendas. Era el peor enemigo y perseguidor de los herejes y conste que en esa
época todo extranjero era considerado “hereje”.
Su primer impulso fue huir, pero pensó que era mejor
quedarse en la cocina. Entonces apareció don Juan tentado por el olorcillo que
sentía y como ya era mediodía no le quedó más que invitarles a comer, sentarse
a la mesa procurando no hablar.
Cuando Monsieur ordenó servir los platos “sacré bleu”,
se dio cuenta de que no había nada con qué acompañar al fricasé. Desesperado
empezó a buscar entre las ollas y encontró chuño hervido y mote cocido,
alimentos muy apetecidos y requeridos entre los paceños. Sin pensarlo más, por
el susto de ser juzgado y deportado los largó a la olla.
Resultaron tremendos y suculentos platos. De Borja y
su secretario comieron con avidez ponderando la delicia del plato. Cuando a uno
de ellos se le ocurrió preguntar por el nombre del platillo, Monsieur Louis, al
no ocurrírsele nada y ante la presión de que todos lo miraban, dijo ¡Fricasé!
Don Juan de Piña había quedado embelesado por el plato y con sabor a poco porque sus eventuales comensales se acabaron todo. Entonces ordenó a la criada que preparase lo mismo y fue una suerte que la cocinera fuera tan curiosa y pispa, pues reprodujo el platillo muy bien al punto que dejó atrás el “fricassé francaisse”. Reemplazó le bouquet garni, les charlots, la cayenne y otros por chuño, mote, ajíes y especias andinas.
Por boca del alguacil mayor corrió el rumor de la
exquisitez del plato. Entonces, don Juan comenzó a ser solicitado por los
amigos y hasta por los curas que aspiraban a ser invitados para saborearlo.
Muchos pedían la receta. Pero él evitaba y cambiaba el tema con diplomacia.
Un buen día, el mismísimo Guardián de San Francisco le
solicitó que para la fiesta del Sacrificio de San Antonio le prestara su
cocinera. ¡Cómo negarle a quien le pagaba tan bien! Y para quien le faltaba
terminar de pintar a La Gualala (la Virgen de Guadalupe), la Virgen del Carmen,
a San Antonio, San Benito, el dorado de algunos altares y otros trabajos
pendientes. Además, a menudo lo invitaban a catar el estupendo vino y singani
que los frailes elaboraban. ¡No podía arriesgarse a perder tanto!
Envió a Nicolasa, que era una jovencita lavandera y
“ayudante de cocina”. A media hora llegaba un lego muy agitado afirmando que la
joven confesó que la persona que cocinaba ese plato era “la Trinidad” y que
ella sólo ayudaba. Juan de Piñas, con todo el dolor de su corazón, envió a la
Trini sin tener tiempo de aconsejarle que no se dejase ver al cocinar.
Tiempo después don Juan llegó al convento, se dio
formas para alcanzar la cocina, pero todo estaba perdido. La Trini estaba
rodeada de cocineros, media docena de frailes legos y hasta sacristanes. Y
claro, ella, la “traidora” convertida en la estrella mayor, la ¡campeona!
Haciendo lujo de sus conocimientos dio hasta el último detalle de su fricasé y
el secreto se acabó.
Paciencia, Juan de Piña, se dijo para sí. Los frailes
y los legos aprendieron al pie y apuntaron todo sobre la preparación del
platillo. Con el tiempo, toda La Paz y sus alrededores conocieron esta comida
que hasta el día de hoy se conoce como fricasé.
A mediados de 1800 era famosa en La Paz doña Petrona
Irusta de Calancha por su fricasería en la plazuela Alexander. Los veleidosos
aromas de chanchitos bien condimentados trascendían por todo Churubamba y no
había quien se resistiera a la simpatía de la robusta y cordial doña Petra.
Para los amigos y compadres era “doña Petita”. Hasta la fecha su familia sigue
la tradición.
Presidentes, ministros, jueces y magistrados llegaban entre las 10:00 y 11:00 a su fricasería, que se convirtió en un lugar donde se discutía —en muchas ocasiones— el destino del país. Era el sitio indicado para “agarrar” a los capos de turno. Así fue que nació ese cantar muy paceño que dice: “Fricasé, sentimiento, guitarra y poesía hacen los cantares de la patria mía”.
Bonita historia.
ResponderEliminarUn abrazo.
siempre aprendo contigo palabras nuevas :) y hasta actitudes humanas
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