-¿Cuál es el mejor café de este pueblo?
-El de fama más excelente es el Dancing Miramar. ¿A
quién vas a buscar allá?
-Voy a buscar trabajo.
-¿Sabes quiénes trabajan allá? -le preguntó-. Las
mujeres de la vida. De la vida mala.
-Ya lo sé.
-Quiero decir de la vida muy, muy mala. De la peor.
¿Estás segura de que quieres ir?
-Segura -dijo ella con una certeza sin atenuantes-.
Voy a ser puta.
-Eres demasiado flaca. No vas a tener suerte en el
oficio. Además: se necesitan modales, algo de elegancia, y tú pareces un
carajín del monte.
-Llévame de una vez, no puedo perder tiempo
discutiendo contigo.
Sacramento no sabe por qué acabó obedeciendo; me dice
que tal vez lo estremeció una frescura de labios de fruta y dientes sanos que
creyó ver oculta detrás de tanta greña.
-Pensar que fui yo mismo quien la llevó a La Catunga
-me dice-. No se pueden contar las noches de sueño que me robó ese
arrepentimiento.
-La llevaste por decisión de ella -le digo.
-Durante años pensé que hubiera podido disuadirla ese
primer día en que todavía estaba tan niña y tan recién llegada. Hoy sé
discernir que no era así.
-Todo estaba escrito -expele el humo de su Cigalia
Todos los Santos. Las criaturas voluntariosas como ella chalanean el porvenir y
lo amañan a su antojo.
Esquivando raza, sorteando mesas y silletería, Sacramentó el zorrero jaló su carro de vieja madera por entre el olor a aceite cien veces quemado que despedían los comederos de sancocho de bagre y pescado frito, pringosos, sabrosos, atestados, en fila uno tras otro a lo largo del malecón. La niña pesaba tan poco que en un momento estaban cruzando la portería central de las instalaciones de la Tropical Oil Company. Sacramento acortó camino por en medio del matadero municipal.
-Sácame rápido de aquí; no me gusta este olor a tripas
-protestó la niña.
-¿Crees que soy tu caballo, para andarme arreando?
-¡Arre, caballo! -dijo ella, y se rió.
Se persignaron al cruzar la iglesia del Santo Ecce
Homo y desembocaron a la Calle de la Campana, mejor conocida como Calle
Caliente, y entonces Sacramento anunció, con orgullo chauvinista, la llegada a
La Catunga.
-La zona de tolerancia más prestigiosa del planeta
-dijo.
La niña se bajó de la zorra, se estiró la popelina del
vestido, que se había arrugado como papel de envolver, y alzó la nariz al cielo
queriendo olfatear los vientos que el futuro tenía reservados para ella.
-¿Ésta es? -preguntó, aunque ya sabía.
-Una vez adentro no vuelves a salir -oyó que la voz de
Sacramento le advertía, y por un instante su corazón resuelto conoció la duda.
-¿Dónde está el Dancing Miramar? -preguntó con sílabas
vidriosas que querían ocultar los pinchazos del pánico.
-Al fondo de aquel pasaje, contra la malla de la
Troco.
-Llévame al Dancing Miramar.
-No puedo, por ahí no pasa la zorra. Además, está
temprano; no abren ningún café antes de las cinco de la tarde.
-Entonces espero en la puerta -dijo ella, de nuevo
conforme con el diseño de su destino. Se echó encima la maleta y las dos cajas
de cartón con una energía excesiva para la ramita quebradiza que era su cuerpo
y se fue internando, sin pagarle al zorrero ni agradecerle, en ese territorio
marcado con hierro al rojo donde tenía cabida lo que afuera era execrable,
donde la vida se mostraba por el envés y el amor reñía con los mandatos de
Dios.
-¡Es bueno decir gracias! -le gritó Sacramento.
-De nada -contestó ella echando bruscamente la cabeza
hacia atrás para despejarse por primera vez la cara, y Sacramento sintió que le
caía encima una mirada antigua y oscura de ojos asiáticos.
-¡Espera, niña! -le gritó-. Si te quedas aquí vas a
necesitar una madrina. Una veterana del oficio que te enseñe y te proteja.
-No conozco ninguna.
-Pero yo sí. Ven -dijo él, parándose de un brinco-. Te
voy a llevar donde una amistad que tengo. Si no sirves para puta, tal vez te
reciba para que ayudes con los cerdos y los demás quehaceres.
La amistad de Sacramento era ni más ni menos que esta
matrona, Todos los Santos, que ahora toma su mistela a sorbos de pajarito,
chupa su tabaco como un judío de Miami Beach y escarba en el pasado para
revelarme los pormenores de una historia de amor, a la vez amarga y luminosa
como todas las historias de amor.
Al entrar rengueando al patio, Olguita, la del polio,
se sorprendió al ver el angarrio de principianta que había adoptado Todos los
Santos y pensó que a la madrina se le estaban yendo las luces, seguramente a
causa de la menopausia.
-Todavía tengo sangres para un buen rato -se plantó
Todos los Santos, y preguntó por qué parecía tan insuficiente la alumna.
-Es una muchareja desnutrida y desdichada -respondió
la Olguita-, y se te va a ir el dinero que te queda en salvarla de la anemia.
-No tienes ojo. Cuando esta niña sea mujer la van a
amar todos los hombres. No va a haber uno que se resista. Ya vas a ver; sólo es
cuestión de ponerle voluntad y de saber esperar.
Laura Restrepo, LA NOVIA OSCURA
Buen relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
¿pobre!
ResponderEliminarUna niña decidida y rebelde, además, sabe lo que quiere. Sabrá salir adelante.
ResponderEliminarAbrazos Chaly