jueves, 12 de octubre de 2023

0767: don Cristobal

Ese genovés de 42 años, hijo de un cardador de lana, que vivía en una casa alquilada del callejón del Olivo Pequeño, en Cogoletto, Génova, soportó mofas y burlas cuando anunció que sería marino. Tal vez no imaginó que un día escribiría textual de la época en su diario de viaje, como hacía todas las noches en su camarote de la Santa María: “A las dos horas después de medianoche pareció la tierra, de la cual estarían dos leguas. Amainaron todas las velas y quedaron con el treo, que es la vela grande, sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lucayos, que se llamava en lengua de indios Guanahaní…”

Desde esa madrugada del viernes 12 de octubre de 1492 hasta el día de su muerte, Cristóbal Colón creería haber llegado a las indias. Nunca supo que había tocado las tierras de un continente desconocido.

De muy joven realizó varios viajes en flotas mercantes, y cuando su barco naufragó al ser atacado por piratas, se salvó nadando asido de un madero hasta la costa portuguesa. Se estableció en Lisboa y con su hermano Bartolomé abrió una tienda de venta de cartas geográficas de muy buena calidad que ellos mismos dibujaban.

Este genovés, que nunca se hizo un retrato en vida, habría tenido cabellos rojizos, tez blanca, ojos azules y muchas pecas. A los 26 años se casó con Felipa Moniz Perestrello, quien le dio un hijo, Diego. Ella murió en 1485 cuando su esposo recién tenía en mente la empresa que lo hizo famoso. Su suegra le cedió cartas cartográficas de su marido.

El viaje a las indias

Desde los tiempos del geógrafo y matemático griego Eratóstenes de Cirene, nacido en el 276 antes de Cristo, se sabía que tierra era redonda. Pero Colón pensaba que era mucho más pequeña de lo que realmente es, que Asia era inmensamente grande, y calculaba que el océano que separaba a España de las Indias se lo podía navegar en pocos días. Sostenía que el mundo tenía la forma de una pera o como una pelota redonda “que tuviera puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y más próxima al cielo”, tal como escribió a los reyes luego de su tercer viaje.

¿Cómo llegar a las Indias? Navegaría de este a oeste y acortaría camino. Algunos aseguran que discutió esta teoría con el físico y cosmógrafo florentino Paolo dal Pozzo Toscanelli, quien había trabajado en una idea similar.

Teorías aparte, el desafío fue hallar quién financiara su proyecto.

El primero en cerrarle la puerta en la cara fue Juan I de Portugal porque sus expertos afirmaron que estaba basada en datos incorrectos. Mientras su hermano Bartolomé hizo un vano intento en la corte de Enrique VII de Inglaterra, pensó en ir a Francia pero se dirigió a España. Contó como aliado el entusiasmo de los religiosos de La Rábida, quienes imaginaban una evangelización de las almas del otro lado del mundo.

El duque de Medinaceli, un hombre al que le sobraba dinero y barcos, se propuso apoyarlo y se lo comentó a la reina Isabel. La monarca, que en el reino se encargaba de las cuestiones marítimas y su esposo Fernando de las mediterráneas, quiso conocerlo.

Con los reyes de España

El 20 de enero de 1486, Colón hizo su primera entrada a la corte. La reina se mostró interesada porque la exploración de nuevos mundos le proporcionaría riquezas que usaría para financiar, por ejemplo, la reconquista de Jerusalén.

Colón se expresaba con corrección, era simpático y a la reina le cayó muy bien. Y el genovés se sintió a gusto en la corte española. Ya viudo, empezó a intimar con la marquesa de Moya, una de las amigas de la reina y, discretamente, vivió un romance con la bella Beatriz Enríquez de Arana, que le daría un hijo, Fernando.

Lo bueno es que comenzó a recibir ayuda económica de la corte mientras expertos analizaban su proyecto. A fines del año 1490, su idea fue rechazada. Mientras tanto, el genovés, sin sustento económico, dibujaba mapas y vendía libros de astronomía y geografía. Debía mantener a dos hijos, que solían estar al cuidado de su cuñada, Briolanja Moniz.

Pero los curas de La Rábida, que creían en él, volvieron a insistir ante la corte junto con el tesorero de la Casa de Aragón. Isabel dio finalmente su aprobación, y Colón la convenció para que se le concediese el título de almirante del mar océano, el de virrey y gobernador de lo que se descubriese y el diez por ciento del comercio que se generase con España.

Firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, un instrumento jurídico que formalizaba la relación contractual entre el rey y el particular. A Colón se le otorgó el tratamiento de “don”.

La rivalidad con Martín Alonso Pinzón

La expedición debía partir del Puerto de Palos, ya que los de Sevilla o Cádiz estaban desbordados de judíos que, perseguidos por la Inquisición, abandonaban la península. Ese mismo año, los reyes católicos habían expulsado a los moros de España.

Es una leyenda que la reina empeñó sus joyas para financiar el viaje. Isabel decidió -a través de una Real Provisión del 30 de abril de 1492- que los pobladores más calificados de Palos proporcionasen gratis dos carabelas equipadas para una navegación de un año. Y suspendía las causas penales de aquellos que se anotaran para formar parte de la tripulación.

Todos protestaron. Unos, porque no deseaban ceder su dinero, y los curas por la inclusión de malhechores en una empresa que llevaría la bandera de la evangelización. Además, había que estar loco para embarcarse con un genovés desconocido hacia tierras nunca antes exploradas.

El que destrabó el malestar fue Martín Alonso Pinzón. Este adinerado capitán -si bien no se llevaba bien con Colón- era muy querido en Palos. Presentados por los franciscanos de La Rábida, sellarían una alianza en que el primero guiaría la expedición y el otro sería una suerte de segundo comandante. Al conocer que Pinzón sería parte, brotó el entusiasmo.

A través de un recorrido por las tabernas de la zona, reclutaron a 90 hombres. La mayoría eran españoles y lograron colarse cuatro condenados a muerte, acusados de asesinato.

Con el dinero recaudado, Pinzón alquiló dos embarcaciones pequeñas: La Niña y La Pinta. La primera era propiedad de Juan Niño y era la más ligera; en La Pinta se embarcó el clan Pinzón: familia, amigos y marineros fieles. La tercera, alquilada a Juan de la Cosa, era La Gallega, una embarcación de 24 metros de largo y 8 de ancho. Colón la rebautizó como Santa María.

¡Tierra!

Con provisiones para un año, a las 8 de la mañana del viernes 3 de agosto, partieron de la Barra de Saltés, frente a la ciudad de Huelva y el 6 de septiembre dejaron atrás las islas Canarias -luego de contratiempos técnicos- y se internaron en el “mar océano”, hacia lo desconocido.

A mediados de septiembre, ocurrió lo inevitable: la tripulación estaba más que impaciente, y los cálculos de distancia que realizaban con Pinzón no sirvieron para acallar las críticas hacia Colón. Lo presionaban para regresar a España.

Los ánimos se calmaron un poco cuando desde La Niña avistaron aves, que nunca se alejaban más de 25 leguas de tierra. El 19 vieron a un alcatraz y de ahí en adelante, todos los días los barcos fueron sobrevolados por distintas aves.

Fue a primera hora de la madrugada del 12 de octubre que Rodrigo de Triana, en La Pinta, que navegaba adelante, gritó la famosa palabra: “¡Tierra!”. Estaba contento porque se haría acreedor de un premio de diez mil maravedíes prometidos por los reyes al que primero la avistase. Pero la alegría le duró poco: Colón dijo que la noche anterior ya había visto una fogata en la costa. El premio se lo quedaría él.

Cuando hallaron un lugar adecuado, bajaron en botes. Colón lo hizo junto a Martín Pinzón, su hermano, Vicente Yáñez y los notarios Rodrigo de Escobedo y Rodrigo Sánchez de Segovia, que debían tomar nota de todo.

Sosteniendo el estandarte real, en la arena desconocida de un mundo nuevo, Colón le dio el nombre de San Salvador. Se cree que llegó a la isla Watling, en las Bahamas. Para él, estaba en Cipango, el nombre que entonces se le daba a Japón.

A los indígenas, testigos de una escena para ellos increíble, les llamaba la atención las largas barbas de los recién llegados. Colón asentó escribió que estaban “todos desnudos como su madre los parió”.

Los europeos los obsequiaron con bonetes colorados, cascabeles y cuentas de vidrio que los indígenas se colgaban del cuello. Y ellos correspondieron con papagayos, hilos de algodón y alimentos. No conocían las armas, a tal punto que tomaban las espadas por el filo y se cortaban las manos.

En su diario de viaje, Colón fantaseó con detalles que lo habrán impactado. Dijo que el martes 8 de enero de 1493, remontando un río, había visto tres sirenas que no eran lindas como las pintaban y que tenían rasgos de hombre.

Haría otros tres viajes: en 1493, 1498 y 1502.

Cuando el lunes 7 de noviembre de 1504 llegó al puerto de Sanlúcar de Barrameda, Colón era un hombre enfermo. Regresaba de lo que sería su último viaje al nuevo continente. Debieron ayudarlo a desembarcar por los dolores insoportables que le provocaban la gota y la artritis.

Luego de acomodarse en una casa alquilada en Sevilla, juntó fuerzas para reclamar ante la corte sus derechos y privilegios sobre las tierras que había conquistado.

Ya poco quedaba de ese hombre corpulento y macizo. Estudios forenses realizados en 2007 aseguraban que sus últimos tres años de vida padeció el síndrome de Reiter, o artritis reactiva, que provoca quemazón al orinar, dolor, hinchazón en las rodillas y conjuntivitis.

Pero estaba muy enfermo para trasladarse de Sevilla. Le pidió a su hijo Diego, empleado en el Cuerpo de Guardia de la Reina y luego del Rey, que lo ayudase con el reclamo.

Ese invierno lo padeció. En mayo de 1505 partió a Segovia, donde residía la corte. Fueron 500 kilómetros recorridos a lomo de mula. Cuando arribó, se enteró que el 26 de noviembre del año anterior la reina Isabel I La Católica había fallecido en Medina del Campo. Debió discutir con el rey sus asuntos. Si bien lo recibió cortésmente, le recomendó que hablase con el padre Diego de Deza y Tavera para que lo defendiese en su pedido.

Las cuestiones de las rentas y las propiedades que les fueron concedidas le aseguraban un buen pasar económico. Sin embargo, Colón reclamaba los cargos hereditarios de virrey y gobernador. La Corte quiso conformarlo con un título nobiliario en León si desistía en sus reclamos.

El almirante empeoraba día a día. Debió dejar la fría Segovia y se trasladó a Valladolid, distante unos 100 kilómetros.

Su hijo Diego cuidaba de Beatriz Enríquez, madre de Fernando, “proveyendo a que pueda vivir con decoro como persona que pesa mucho en mi conciencia. No me es lícito escribir aquí la razón para ello”.

El 20 de mayo de 1506, en la habitación de la modesta casa de piedra de una planta que ya no existe más de la calle de la Magdalena de Valladolid, lo rodeaban en su lecho de enfermo sus hijos Diego y Fernando y un par de allegados. “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”, fueron sus últimas palabras.

Su hijo Diego inició en 1508 lo que se llamaron los pleitos colombinos, que finalizó en 1563 su nieto Luis. El rey se negaba a otorgar los amplios dominios hallados a una sola persona. Luis terminaría aceptando los títulos de Duque de Veragua, Marqués de Jamaica y Almirante de la Mar Océana.

Fue enterrado en el convento de San Francisco de Valladolid. Tres años después sus restos fueron trasladados al Monasterio La Cartuja, en Sevilla. Años después, junto a los de su hijo Diego -fallecido en 1526- fueron llevados a la isla La Española, y depositados en la catedral de Santo Domingo. En 1795 terminarían en la catedral de La Habana, donde estuvieron hasta 1898, año que la isla se independizó. Entonces, nuevamente fueron enterrados en la catedral de Sevilla. República Dominicana asegura que es depositaria de los restos del gran almirante, y que los huesos que fueron llevados a Cuba pertenecen a un familiar.

En el solar donde se supone se levantaba la casa donde falleció, hoy lo ocupa un museo inspirado en la casa virreinal que habitaba Diego Colón en Santo Domingo. En él se recuerda la vida y la epopeya del ilustre navegante, que aún se discute su lugar de nacimiento. La única certeza fue que este hombre, que nunca había encargado en vida un retrato, murió reclamando sus derechos en una modesta casa de piedra que ya no existe.

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