miércoles, 1 de noviembre de 2017

082: sapos

Cuando la examinó por segunda vez y le aseguró que se estaba curando, la gratitud en los ojos de la mujer fue un pago tan valioso como el dinero que le entregó.
¿Cuántos sapos había visto después de ése? Amas de casa de mediana edad con sapos aburridos, jovencitas con sapos de perrita, putas con sapos correosos, monjas con sapos granujientos, secretarias con sapos pornográficos, brujas con sapos aterciopelados, abuelas con sapos marchitos, niñas con sapos informes, mujeres apasionadas con sapos sumidos. Sapos de mil ojos, sapos de un millón de humores. Sonrientes, enfurruñados, gritones, meditativos, anhelantes, ardientes, coléricos, alegres, hambrientos, tristes.
Una y otra vez, el mismo y único acto: las piernas se separaban a su petición, como las puertas que se abrieran al ladrón ante las palabras mágicas de: ¡Ábrete, Sésamo! Primero vería el pelo, a veces escaso, a veces espeso, o áspero, o fino, o negro, o dorado, o rojo, o rizado, o lacio. Y luego la cosa propiamente dicha.
Allí donde pocos hombres miraban y pocos hombres tocaban, él pinchaba, presionaba, acariciaba. Se zambullía con instrumentos y culebreaba con los dedos. A veces encontraba una enfermedad, pero a menudo no hallaba nada más que deseo de ser penetrada. Y no era raro que, cuando retiraba la mano, ésta estuviera cubierta de secreciones que en nada se parecían a la crema lubricante que había usado para facilitar la penetración.

Al comienzo mantenía lo que en la universidad le habían enseñado que era la adecuada distancia profesional. A todos los médicos se los entrena para que traten el sapo como algo séptico, como algo a lo que sólo hay que aproximarse con los guantes puestos, con cara formal y mirada precavida. Pero no pudo sostener por mucho tiempo esa actitud artificial. Él amaba los sapos. Ésa era la razón por la cual se había dedicado a la ginecología: para ver sapos, tocar sapos, oler sapos, curar sapos.

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