miércoles, 1 de marzo de 2023

0661: la mujer de mi padre

 Odio a mi padre, y él lo sabe. También quiere matarme, pero no concibe el gesto de hundir el cuchillo en mi pecho. En compensación, como un pirata, se dedica al pillaje a diario. Roba pedazos de mí y no me los devuelve. Y lo hace por medios diversos, como convenciéndome de que no estoy a la altura de él ni de la mujer que ha traído a casa. Y si menciona a Ana, es porque ya sabe que deseo a la puta de su mujer.

Esa Ana, cuyo nombre está en la Biblia, tiene una función divisoria. Por lo que he entendido, a ella correspondió coser con aguja gruesa el manto que abriga el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Pues, al anunciar a María que estaba encinta del Salvador, ganó una importancia inusitada. Pero esta Ana, la de mi padre, heredera universal, no fue testigo de la ira que existe en el Antiguo Testamento y que dirige aún hoy nuestros instintos.

Al contrario de lo que afirma mi padre, no he estudiado, pero he leído. Frecuento la biblioteca del pueblo. Entre nosotros nunca ha habido un solo licenciado. Somos ejecutores que castigan a otros seres desde la esclavitud, y aprendimos a arrancar oro de la tierra.

Yo ni para eso sirvo. No sé dar órdenes ni decretar la miseria sin piedad como mi padre, que no reparte monedas, sino que las guarda para comprar a Ana.

Me lamento igual que el profeta Jeremías, por cuya historia me interesé. Sin embargo, soy un hombre que carece de intensidad. La verga es mi enemigo. No inflama la carne de Ana. Vivo como un castrado sumergido en mi propia sangre. Qué imagen tan siniestra tengo de mi vida sin sol. 

Cuántas veces habré huido, siempre mirando atrás, a la espera de que me siguieran. Pero nadie me echa en falta. Hace poco desaparecí y nadie dijo: «¿Dónde está João, que no ha venido a comer ni a cenar?». Si mi madre estuviera viva, habría tomado medidas pese a mi padre. Por eso cuando murió me escondí en el establo, entre las vacas. No busqué refugio en esa huida. Esperé a que anocheciera. Rehuí la conmiseración de los vecinos, conocedores de la enemistad entre padre e hijo. Pero regresé tres días después, sucio y hambriento. Al entrar en casa, nadie me dio la bienvenida. Solo Maria, que está con nosotros desde la infancia.

—Ya era hora, niño. Ve a darte un baño, que apestas.

Mi padre se regocijó con la muerte de mi madre, que lo perseguía por sus traiciones. No respetaba ni a las empleadas, hasta el extremo de que mi madre vigilaba a cualquier criada nueva, para luego cedérsela a cambio de ampliar su poder en casa.

Ella no le daba tregua. Tan pronto mi padre pisaba el umbral de la puerta, mi madre le exigía los favores debidos. La convivencia conyugal los hizo cómplices. La alianza perversa preveía que ella gobernara la fortuna y él, quedando exento de los deberes conyugales, mantuviera a las amantes a su alcance. Tal pacto lo dispensó de llorar en su entierro. 

Un día, mi padre anunció la llegada de Ana. Se limitó a ponerla en el centro del salón, como un jarrón chino, y a darle, delante de todos, las llaves de la caja fuerte y todas las dependencias. Y que nadie pusiera en entredicho que era su mujer, pese a ser quien era. A partir de aquel momento, la casa pertenecía a la recién llegada.

Un acto para el que, por lo tanto, no hacían falta aclaraciones. Y, sin mirarme una sola vez, como si no existiera, agarró a aquella mujer del brazo para llevársela con él a la habitación que mis padres habían ocupado en el pasado, y que a partir de aquel momento, de aquella presentación formal, sería de él y Ana.

 

Mi amor por Ana nació aquel día. El sentimiento oscilaba con las estaciones. Y solo se alteró cuando mi padre, años después, fue hallado muerto, asesinado en el lecho donde parecía dormir. Le cortaron la carótida con una navaja, que desapareció con la intención de borrar cualquier indicio.

El comisario, amigo de mi padre en el juego, se empeñó en buscar al asesino, que había entrado por la ventana aprovechando el sueño de la víctima y la ausencia de su esposa, ocupada con los quehaceres de la casa. Recorrió el mismo camino que el asesino había seguido para entrar o salir. Detectó pisadas en la hierba, junto a los rosales plantados al pie de la ventana.

El comisario buscó, incluso bajo la cama, pruebas que aceleraran la investigación. Quizá el asesino había escondido bajo el colchón la nota que aclararía el delito. La patología humana siempre le había fascinado. Y apreció que Ana le trajera café recién hecho y un pedazo de pastel de maíz. Lo habían despertado temprano, y no había comido nada. Pero también había que desconfiar de la mujer, incluirla en el papel de los sospechosos.

Y es que quizá le urgía heredar los bienes, porque ya no soportaba la asiduidad con que el viejo la montaba, cerraba los ojos en cuanto veía su miembro erecto, dispuesto a dar la primera embestida. Así pues, era sospechosa.

Yo mismo llamé al comisario y aseguré la inocencia de Ana en su presencia. Como hijo, tenía interés en castigar al asesino. Estaba convencido de que el crimen era un acto de venganza. Por parte de algún capataz, de algún empleado despedido. Y es que mi padre había acumulado enemigos a lo largo de los años.

Ana me miró. Se negaba a deber su libertad a mi franqueza, temía que le cobrara la deuda. La observé con una mirada opaca. Ni yo sabía qué pretender de ella. En el funeral de mi padre, en ausencia de mi difunto abuelo, me vi ante el féretro. Por primera vez me concedían importancia. Tenía derecho a oponerme al testamento fraudulento de mi padre.

Ana presintió el peligro que corría. Solo sería dueña de aquello que yo le concediera de común acuerdo. Junto a la viuda, ahora yo era el padre. Pero esa es otra historia. Una historia penosa e interminable.

Por Nélida Piñon

 

3 comentarios:

  1. ¡Vaya relato!...Tiene todos los elementos de una novela televisiva.
    Abrazos Chaly

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  2. Me ha gustado mucho el relato. Te quedas con las ganas de seguir leyendo.
    Un abrazo.

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