Candy descubrió que sentía atracción física por Allan después de chocar involuntaria y suavemente con él en un partido de vóley en una actividad recreativa de la iglesia. La epifanía le ingresó por los orificios nasales. Significó una revelación: Allan olía bien. Nunca lo había visto con ojos lujuriosos. La relación brotó: de la cordialidad a las bromas, de las bromas al coqueteo, del coqueteo a la fantasía. La tensión sexual se corporizaba. Ese hombre divertido, activo y accesible, que lejos estaba de ser un Adonis, interpeló la frustración sexual y la rutina fofa de Candy. Era la salvación a su modorra, la agitación de su incómoda comodidad.
No le costó a Candy seducirlo. Allan, sorprendido, se
entregó a sus encantos. La aventura comenzó a finales de 1978: la primera cita
sexual se concretó el 12 de diciembre en el hotel Como. Los encuentros eran
periódicos y fructíferos. Eran amantes románticos. Se retribuían sexo y
compañía: una liberación hormonal de la densa dinámica familiar. La armonía que
habían conseguido, sin embargo, tenía una vida corta. El sentimiento de
plenitud expiró a los pocos meses. Empezaron a intervenir los miedos, los
remordimientos y los planteos. La diversión dejó de ser divertida. El
enamoramiento había arruinado el pacto de placer retribuido. Establecieron un
impasse de común acuerdo por fuerza mayor: a mediados de julio de 1979 nació
Bethany, la segunda hija de Allan y Betty. Retomaron los encuentros un mes
después: ya nada era como antes. La culpa lo carcomía a él. Ella exigía
cuestiones fuera del convenio inicial. El amor había metido la pata.
Un encuentro matrimonial, una suerte de retiro
espiritual para parejas con deterioro del libido organizado por la iglesia
metodista, bastó para decretar el inevitable final del amorío. El entramado era
tan delicado que las hijas de la pareja se habían quedado a dormir en la casa
de Candy y Pat mientras sus padres enderezaban su vínculo afectivo. Al regreso,
después de las gracias y las preguntas de rigor, convinieron un encuentro
urgente. “Creo que deberíamos terminarlo”, sugirió él, “Es muy injusto”,
respondió ella. Allan dictaminó el cese de la aventura. Sintió alivio.
Candy, que había acomodado su vida para amar a dos hombres, sintió angustia. La
experiencia de un encuentro matrimonial con su esposo contribuyó a que ambas
parejas iniciaran la década del ochenta rejuvenecidas.
Es mayo de 1980. Allan está de viaje. Candy organizó
una cena con película a la noche con Alisa y sus hijos, y pensó en encargarse
de llevar a la niña a la clase de natación de esa tarde. Pero no tiene el traje
de baño: debe pedírselo a Betty. Es el mediodía. Betty acaba de hacer dormir a
Bethany cuando llega Candy. La invita a pasar. Apaga la televisión. Se sienta
en la cocina. Le pregunta si quiere un café. Candy agradece y se niega: está
apurada. A Betty el tiempo no le importa. Lo que le afecta es la incertidumbre.
Está detenida, bloqueada. La embarga y paraliza una duda. Sentada y sin
mirarla a los ojos, la confronta: “¿Estás teniendo una aventura con Allan?”. Candy
le dice que no. Betty desconfía e insiste. Candy se compadece con su inquietud.
Presume que la exonera lo anacrónico del vínculo: “Fue hace mucho tiempo”. El
rostro de Betty es de estupefacción: está absorta y desconsolada. “Betty, lo
siento mucho”, le susurra mientras posa la mano en su antebrazo. El
acercamiento es contraproducente y despierta la violencia en Betty.
“Maestra asesinada a hachazos en su casa de Wylie”,
tituló The Dallas Morning News. La comunidad descreía de las hipótesis que
le asignaba la autoría del crimen a Candy. Los primeros interrogatorios habían
sido satisfactorios para ella. Su suerte se disolvió cuando Allan Gore les
reveló a los investigadores que meses atrás había mantenido una infidelidad con
la única sospechosa del homicidio. La revelación del viudo fue suficiente
para encarcelarla y acusarla de asesinato en primer grado. La arrestaron el 27
de junio de 1980, trece días después del crimen. Ella negó los cargos en su contra.
El juez decidió dejarla en libertad condicional bajo fianza hasta la
celebración de un juicio con jurados. El 8 de julio en el Dallas Times
Herald un artículo decía “Candy Montgomery: ¿es una asesina?”
Candy contrató a Don Crowder, un abogado que había
conocido en la iglesia. El letrado era experto en casos laborales: era su
primera defensa en el ámbito penal. Interesado en los móviles del asesinato,
convocó al psiquiatra Fred Fason para que indagara en la psiquis de la acusada.
Apeló a una técnica de hipnosis para infiltrarse en su engorroso y recóndito
pasado. Halló en él complejos encapsulados. Detectó, en una sesión, que el
“shhh” que Betty había deslizado inocentemente destapó un recuerdo reprimido de
cuando Candy tenía apenas cuatro años.
El juicio se realizó un viernes de agosto de 1980. La
asesina, desde el estrado, relató con genuina sinceridad: “La golpeé. La
golpeé. Y la golpeé. Cayó lentamente, casi hasta quedar sentada. Seguí
golpeándola y golpeándola... Me sentí tan culpable, tan sucia. Me sentí tan
avergonzada”. La defensa de la acusada alegó que Candy había actuado en
legítima defensa. Su testimonio fue verosímil: narró que había entrado en un
“estado de ensoñación”, que cayó en un proceso de disociación, que nunca
advirtió que era su amiga a quien estaba golpeando. Dijo que nunca había
pensado en matarla y cuando en la audiencia le enseñaron el echa, respondió con
asco: “No me hagas mirar eso”.
Cinco días después, tras una ronda final de alegatos y
argumentos, un jurado resolvió absolver a la asesina. La sentencia se leyó
luego de cinco horas de debate. Alice Doherty Rowley, miembro del jurado, dijo
que la saña no había sido un factor concluyente: “Determinamos que nunca
influyó en el veredicto, ya fuera un disparo o mil golpes”.
Candace Lynn Montgomery nunca fue a la cárcel. Se mudó
a Georgia. Se separó de Pat. Volvió a usar su apellido de soltera. Trabaja como
terapeuta de salud mental para adolescentes y adultos que sufren de depresión.
Perdió la tenencia de sus hijos. Y se niega a contribuir a las películas y
series que recrean su asesinato. Las actrices Elizabeth Olsen y Jessica Biel
interpretaron su vida.
Ahora debería tener 72 años.
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