martes, 6 de junio de 2023

0704: la jodida GL

Así llamábamos en casa a la trituradora agrícola: por las dos primeras letras que, pintadas de negro, figuraban en su chasis. El modelo, supongo. GLH-E 2845 B, su nombre completo.  

—Jodida GL, ya se ha vuelto a tragar el palo. En eso sí que se da prisa, la muy cabrona.

Los demás niños aprendían las palabrotas en el colegio o con sus pandillas. Nosotros las aprendíamos en casa. Con mamá. En descargo de mi madre, diré que la GL se atascaba constantemente, lo que ralentizaba el proceso de trituración.

—A ver si te jubilas. A ver si te convierten en chatarra y nos dejas en paz. —Mamá, hablándole a la GL.

Solía ayudarla por la sencilla razón de que aprovechaba aquellos ratos para arrojar a la boca del monstruo alienígena GL insectos cuyos gritos de terror solo yo oía; mientras, mamá despotricaba contra la trituradora, contra la lentitud de la trituradora, contra los atascos de la trituradora y, en especial, contra mi padre, por «castigarla» con aquella labor monótona y tediosa que, hay que reconocerlo, era de las más sencillas que podía encargarle; lo mismo que descapotar almendras o deshuesar aceitunas. «Putitareas», según mamá; que seguía a lo suyo:

—Vaya desperdicio de mañana, como si no tuviéramos nada mejor que hacer. ¿Para qué pretenderá tu padre que trituremos las algarrobas? Aparte de para torturarnos, claro. ¿Para utilizarlas como mantillo? ¿Para echárselas de forraje a los puercos? Jamás lo pregunté.

—¡Qué calor! Es como estar en el desierto, solo que aquí no hay dunas; ni oasis de esos tan bonitos; ni camellos o dromedarios o lo que sean. Ni beduinos. Aquí no hay nada.

Suplicando piedad, una cochinilla cayó en la boca del robot intergaláctico GL junto a otro puñado de algarrobas secas. Si no querías tentar a la suerte y que se atascaran las delicadas mandíbulas de la trituradora, tenías que echarlas de cinco en cinco, de seis en seis. Algarrobas, cochinillas, cualquier cosa. Y mamá:

—¿Cuántos sacos nos faltan? —¡Buf! ¡La intemerata!

A continuación, la boca mecánica engulló una araña patilarga que yo había capturado al sorprenderla trepando por uno de los sacos.

—No sé por qué no contratamos a alguien para que se encargue de la trituradora. ¡Lo bien que le vendría a cualquier cateto del pueblo ganar cuatro perras! Pero papá es un rácano, un agarrado, un…, un…, un…, un avaro, eso es tu padre. Fíjate, si no, en nuestro coche: los cristales de las ventanillas se bajan solos, se hunden cada dos por tres, y el maletero se abre con los baches. Aun así, no le digas que lo cambie y compre otro. Quiere más a esa antigualla que a mí. Genio y figura, tu padre. No suelta un duro ni a punta de pistola. —Guardó silencio durante unos segundos

—Ahora que lo pienso, más vale que nadie nos pida nunca un rescate por vosotros. Estaríais perdidos, tu hermano y tú.

Me reí.

La GL emitió un chasquido seco, dio una sacudida con ínfulas de terremoto y avanzó hacia mamá un milímetro, dos.

—Esta máquina del infierno tiene vida propia y viene a por mí, quiere arrancarme un brazo. —Buscando mi complicidad—: ¿Y si la apagamos y decimos que se ha escacharrado, que ha sufrido un calentón?

Aprovechando que la GL se había tomado otro descanso, mamá vació el depósito. El olor de las algarrobas trituradas llenó el aire, dulzón, espeso, envolvente.

—¡Qué pestazo!

—A mí me gusta —dije

—«A mí me gusta, a mí me gusta…». Al final, va a resultar que Fede tiene razón: eres tonto de baba.

Me ruboricé. Para que no lo notara, bajé la cabeza y busqué una nueva víctima. Las gafas se me escurrieron y cayeron al suelo.

—A este ritmo, no vamos a terminar nunca. —Mirando hipnotizada la boca de la vieja trituradora

—Quizá, si le metemos un pedrusco, consigamos atascarla para siempre. —Y, como si se le hubiera ocurrido una idea genial

—Atascarla con un pedrusco, con un tornillo o una tuerca o, qué sé yo, con el cadáver de tu padre.

Sin aguantarse la risa

—Podríamos descuartizar a tu padre y lo vamos triturando poco a poco en este día tan fresquito y tan maravilloso de nuestras vacaciones. —Sus ojos chispearon—. Tu padre, los huesos de tu padre. ¡Chas-chas-chas! Músculos, vértebras, cartílagos. —Más risas—. ¿Te lo imaginas, Santi?

Debí de palidecer, porque:

—No pongas esa cara, hijo; es broma.

¿Lo era?

Pulsó el interruptor de encendido. Nada.

—Vaya, vaya, vaya, ¡una huelga! —dictaminó.

 Lo presionó de nuevo. Con idéntico resultado. Y estalló:

—Maldito terral. Maldito pueblo. Malditas algarrobas.

Volvió a pulsar el interruptor y, ahora sí, la GL resucitó

y dio un salto en dirección a mamá antes de tirarse una pedorreta y entrar en coma. Con el susto, solté la mariquita que estaba a punto de alimentar al androide GL. El bichosalió volando. A lo lejos, Menta le ladraba a algo invisible.

—Maldito veraneo. —Mamá le propinó una patada a su archienemiga, la GL—. Maldito trasto. Y maldito, también, tu padre. ¡Qué harta estoy!

Luego, en casa, llegaría la segunda parte. Cuando papá preguntara:

—¿Qué comemos hoy? ¿Qué hay para comer?

Y mi madre:

—Algarrobas secas, cariño, toneladas de algarrobas secas. Trituraditas, para que la digestión sea más llevadera. ¿O te crees que me he pasado la mañana en la cocina, rascándome el ombligo?

Mi madre odiaba el pueblo, el campo, la naturaleza. «La vida salvaje», la llamaba ella, por contraposición a la vida en la ciudad. En qué estaría yo pensando. Debería haber empezado explicando eso: que mamá odiaba la finca, la huerta. «La vida en la plantación». Con todas sus fuerzas, la odiaba. Con toda su alma.

Hasta que huyó con un muchacho.

También esta es una historia de amor.

 

(“Una mujer furiosa”, de Antonio Fontana) 

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