—¿Estás loca? ¿Se puede saber qué haces? ¿Te has escapado del manicomio o qué? ¿Dónde te han enseñado a conducir? ¡A la gente como tú deberían quitarle el carné! ¿Piensas bajar o vas a quedarte ahí sentada como una imbécil?
La diatriba de él aquel día bajo la lluvia no le causó
una impresión favorable, pero un hombre que acaba de tener un accidente de
tráfico se pone furioso, aunque tenga él la culpa, que no era el caso; así que,
unos días más tarde, cuando él la llamó y la invitó a cenar, ella tuvo la
gentileza de aceptar.
El restaurante estaba abarrotado, las mesas muy
juntas, la luz era muy intensa. Tenían que gritar para hacerse oír por encima
del bullicio, y se reían del trabajo que les costaba entenderse el uno al otro.
La poca conversación que consiguieron mantener se redujo a frases concisas como
«Está todo muy bueno... Me gusta este sitio... Tenía las ventanillas empañadas...
Si no hubiera pasado, nunca te habría conocido».
Ella no solía tener citas como Dios manda. Los chicos
que conocía de la universidad la llevaban a tomar pizza y cerveza y pagaban
contando las monedas una por una. Se presentaban en el restaurante despeinados
y sin afeitar, con la misma ropa que llevaban ese día en clase. El, en cambio,
se había puesto una camisa limpia y había pasado a recogerla con su camioneta
para ir al restaurante; y ahora estaba pendiente de ella, le llenaba la copa
cada vez que se le quedaba vacía y trataba de que se sintiera cómoda.
A ella la complacía lo que veía: la tranquilidad con
que él ocupaba el espacio, la sensación que transmitía de tenerlo todo
controlado. Le gustó su campechana costumbre de limpiar el cuchillo en el pan,
y que pusiera su tarjeta de crédito en el platillo sin haber mirado la cuenta.
Después de cenar, El, la llevó a ver la mansión
decimonónica que estaba reformando: una antigua pensión que iba a convertirse
en vivienda unifamiliar. La guio por el sendero de acceso, poco firme,
sujetándola ligeramente por el codo.
—Ten cuidado. Vigila dónde pisas.
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