martes, 19 de septiembre de 2023

0756: el balcón

 

Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano. Después de las primeras palabras, me dijo:

—Es necesaria su presencia aquí.

— ¿Ha ocurrido algo grave?

—Puede decirse que una verdadera desgracia.

— ¿A su hija?

—No.

— ¿A Tamara?

—Tampoco. No se lo puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.

— ¿Pero su hija está bien?

—Está en la cama. No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada más que con luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.

—Bueno. Hasta luego.

En el Café del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba deprimido, pero tomó en seguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:

—Anteayer había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un estruendo, y en seguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando llegué ella ya había abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.

— ¿Así que le hizo mal esa luz?

— ¡Pero, mi amigo! ¿Usted no ha entendido?

— ¿Qué?

— ¡Hemos perdido el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!

—Pero un balcón...

Más bien me callé la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija una palabra del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.

Era angustioso ver el corredor sin sombrillas.

Esa noche comimos y bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y en seguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una palabra; pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al vacío y me dijo:

— ¿Vio cómo se nos fue?

— ¡Pero, señorita! Un balcón que se cae...

—Él no se cayó. Él se tiró.

—Bueno, pero...

—No sólo yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo había demostrado.

Yo bajé la cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla ni qué hacer con ella.

Ahora la pobre muchacha estaba diciendo:

—Yo tuve la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.

— ¿Quién?

— ¿Y quién va a ser? El balcón, mi balcón.

—Pero, señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por su propio peso.

Ella no me escuchaba, y seguía diciendo:

—Esa misma noche comprendí el aviso y la amenaza.

—Pero escuche, ¿cómo es posible que?.. .

— ¿No se acuerda quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando aquellas tres patas peludas?

—¡Oh!, tiene razón. ¡La araña!

—Todo eso es muy suyo.

Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón.

Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba al vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.

Entonces ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:

—La viuda del balcón...

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