miércoles, 13 de marzo de 2024

0836: UN VISITANTE (Fragmento)

 —Buenas tardes, señora Merceditas. 

Su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.

—¿Qué quieres? —murmura.

—¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y beber. Tengo mucha sed.

—Ahí adentro hay cerveza y fruta.

—Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?

—¿Para qué? —La mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza—. Ya conoces el tambo.

—Oh! —dice el hombre, en tono cordial—. No me gusta comer solo. Da tristeza.

La mujer vacila un momento. Luego camina hacía el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.

—Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella, ¿por qué no se la toma?

—No tengo ganas.

—Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.

—No quiero.

La expresión del hombre se agria.

—¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!

La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos. En el mostrador sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que revolotean alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal de nata que la lengua, segundos después, borra ruidosamente.

—¡Ah! —dice, relamiéndose—. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra, ¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!

La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.

—Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está derramando por el cuello. Le va a mojar su vestido. No desperdicie así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa. ¡Salud!

El hombre continúa repitiendo "salud" hasta que en el mostrador hay cuatro botellas vacías. La mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se sienta sobre un costal de fruta.

—¡Dios mío! —dice el hombre—. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que se lo diga.

—Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás. —Tiene la lengua algo trabada.

—¿De veras? —dice el hombre, aburridamente—. A propósito, ¿a qué hora vendrá Numa?

—¿Numa?

—¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora vendrá?

—Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar 

—¡No diga esas palabras, señora Merceditas!—Bosteza—. Bueno, creo que tenemos todavía para un rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito, ¿le parece bien?

Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza. La desata. Regresa al tambo haciendo girar la cuerda como una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece la perezosa, lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo. Luego, avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la mujer tras de un arbusto, comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra. Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.

—De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias tiene!

Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita sobre el mostrador. Se la queda mirando con malicia y, de pronto, comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son rugosas y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela desesperación. El mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña Merceditas se aproxima al canto: por fin rueda pesadamente al suelo.

—¡Qué mujer tan terrible, si señor! —repite—. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo. ¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!

La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.

El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas levanta la cara y escucha, los ojos muy abiertos.

—Son ellos —dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen relinchando y piafando.

Desde la puerta del tambo, el hombre grita, colérico— ¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto loco?

En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y rechoncho: lleva botas de montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.

—¿Está usted loco? —repite el Jamaiquino—. ¿Qué le pasa?

—No me levantes la voz, negro —dice el Teniente—. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?

—¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su oficio?

El Teniente enrojece.

—Todavía no estás libre, negro —dice—. Más respeto.

—Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se los sienta. Y espere ahí. Yo le daré la señal. —El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente—. ¿No ve que ahora tiene que obedecerme?

El Teniente duda unos segundos.

—Pobre de ti si no viene —dice. Y, volviendo la cabeza, ordena—: Sargento Lituma, esconda los caballos.

—A la orden, mi Teniente —dice alguien detrás del cerro.

Se oye ruido de cascos. Luego, el silencio.

—Así me gusta —dice El Jamaiquino—. Hay que ser obediente. Muy bien, general. Bravo, comandante. Lo felicito, capitán. No se mueva de ese sitio. Le daré el aviso.

El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos de la mujer están llenos de odio.

—Traidor —murmura—. Has venido con la policía. ¡Maldito!

—¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Merceditas! No he venido con la policía. He venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta.

—Numa no vendrá —dice la mujer—. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y cuando salgas, Numa te matará.

—Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica!

—Traidor —repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa—. ¿Crees que Numa es tonto?

—¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa* de vivo. Pero no se desespere, señora Merceditas. Seguro que vendrá.

—No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.

—¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro lado, por detrás de los cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas sigue en el tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de veinte personas deben haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha puesto, señora Merceditas!

—Si le pasa algo a Numa —balbucea la mujer, roncamente— lo vas a lamentar toda tu vida, Jamaiquino.

Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el mostrador, coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.

—Se está haciendo de noche —dice—. Venga usted por acá, señora Merceditas. Quiero que Numa la vea sentada en la puerta, esperándolo. ¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy muy olvidadizo.

Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz de la lámpara cae sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más joven.

—¿Por qué haces esto, Jamaiquino? —La voz de doña Merceditas es, ahora, débil.

—¿Por qué? —dice el Jamaiquino—. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es verdad, señora Merceditas? Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa mucha hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se vaya a poner a dar gritos cuando venga Numa. Además podría tragarse una mosca. 

Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con él venda media cara a doña Merceditas. La examina un buen rato, divertido.

—Permítame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece


Autor MARIO VARGAS LLOSA (1936)


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