La primera investigación
que realicé fue para una futura psicóloga, muy adinerada, que no tenía tiempo
para nada y se quejaba de todo. Eso decía cada vez que nos encontrábamos: yo
para entregarle avances, ella para darme billetes de alta denominación. Le
escribí una tesis sobre indigentes que supuestamente se resocializaban bajo la
tutela de un programa pedagógico creado, a principios del siglo XX, por un ruso
de apellido Makarenko. Me inventé 32 historias de vida y, de cada una, ficcioné
una entrevista y una encuesta. Mi trabajo de campo consistía en vagabundear por
el centro de la ciudad desde las 5 de la tarde hasta que me cansara.
Daba vueltas y vueltas
observándolo todo. Tomaba notas, grababa audios, hablaba con la gente. Cuando me aburría me metía a la Cinemateca o al cine de
la Universidad. Pescaba ciclos que nadie veía: Ciclo de cine por la paz de
Medio Oriente, Muestra de cortos documentales de la Amazonía, Maratón de cine
rosa y amores raros, Retrospectiva de cine etnográfico francés, etc. La poca
gente que entraba conmigo a estas funciones iba, o bien para dejar pasar el
tiempo, agarrar un poco de calor, guarecerse de la lluvia, dormir y roncar, o
nada más que a buscar un espacio para la humedad amatoria en medio de la
oscuridad del cinematógrafo.
Cuando me asaltaban dudas
sobre cómo pensar, estructurar, retratar o escribir la vida de indigentes para
la tesis de la futura psicóloga, me encerraba en la biblioteca y me sumergía
largas horas en libros sobre la pobreza, la marginalidad, el olvido y todas
esas cosas que suelen denigrar a las personas. Así conocí a Lee Stringer,
Richard Gwyn, Cesare Pavese y Emilio Salgari. Varias veces los vigilantes de la
biblioteca golpearon mi mesa de estudio para decirme: “joven, por favor salga,
ya cerramos”. Estaba tan involucrado con el tema que llegué a pensar en pasar
noches en la calle, como si fuera un vagabundo más. Lo intenté, pero siempre me
agarraba un sueño voraz a la madrugada y entonces, totalmente vencido, decidía
tomar el último colectivo, aquel que me sacaba del centro hacia el suroccidente
de la ciudad.
En una ocasión el novio
de la futura psicóloga la acompañó a una de nuestras reuniones clandestinas
porque se había obsesionado con la idea de que éramos amantes. Ahora me pregunto
qué habrá sido, lo que el tipo imaginaba: ¿Una escena de sexo ansioso en alguna
polvorienta habitación? ¿Una postal de romanticismo descarriado con la voz de
Enrique Bunbury? Pobre tipo. De todas maneras, mi condición de espectro, además
de sospechoso, me hacía merecedor de cualquier cosa. En fin, todo lo que
merodeaba mi vida por aquella época era ambiguo.
Aquella reunión con el
novio de la futura psicóloga fue así: el tipo me miraba con una circunspección
recelosa, como esperando descubrir el gesto delator, aquel atisbo que haría
detonar su puño o su saliva en mi rostro. Pero yo era todo un profesional:
hablaba de Piaget o Jung con maestría y los mezclaba con quien fuera: Freud,
Vygotsky, Fromm, Skinner. Siempre hablaba de acuerdo a los intereses
particulares y disciplinares de cada cliente. Todo era cuestión de endulzar el
oído: sonar axiomático, evadir las réplicas, transmitir confianza y, para eso,
las palabras usadas y la respiración tenían un ritmo puntual, y la manera como
sujetaba la taza de café o la cerveza una disposición precisa. Después hablaba
de plata, improvisaba un cronograma para la semana siguiente, decía cualquier
cosa que ablandara la incómoda situación de mis particulares jefes y terminaba.
La teoría siempre me fue indiferente, como buen lenguaraz yo sólo unía frases
que después se convertían mágicamente en conceptos, ideas, argumentos. Todo por
obra y gracia de los profesores universitarios que son los que menos saben leer
y los que califican esos tratados inservibles que les hacen escribir a las
personas que se desviven por obtener un diploma. Mi hipótesis sobre ellos es
que hay que enredarlos. Y sonreírles austeramente. No hay ralea más mediocre en
el mundo que la de los profesores universitarios. Un día, la futura psicóloga
se hizo psicóloga. Su tesis fue laureada y posteriormente editada y publicada
por la facultad a la que pertenecía. Ella me regaló un ejemplar, que además se
tomó la molestia de dedicarme: “con mucho cariño y con mucho trabajo para…”.
Meses después me estaba buscando para que le hiciera algunos trabajos cuando
ella se encamino en busca de la maestría.
Lo que has descrito tiene visos de realidad...
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