—No creí que los
marcianos fueran como tú. La verdad es que ni siquiera creí que hubiera
marcianos.
— ¡Qué tontería! ¿Cómo no
vas a creer que hay marcianos? Siempre los ha habido.
—Yo no lo sabía.
— ¡Oh! ¡Qué ignorancia!
Dio un mordisco al melón
que tenía en la mano (en Marte los melones son pequeños como peras y no tienen
cáscara dura) y estuvo un rato observando al chico terrestre.
— ¿Cómo creías que eran los
marcianos?
—No sé, de otra manera.
Creí que eran verdes.
— ¿Verdes? ¿Quieres que
me ponga de color verde?
El terrestre dijo que sí.
Entonces el chico marciano se puso de color verde. La cara, las manos, los
brazos, los pies, todo él era verde. El chico terrestre le tocó con un dedo y
luego se lo miró. Pero no, su dedo no estaba verde. No era pintura.
— ¿Cómo lo has hecho?
—Es muy fácil… ¿Quieres
que me ponga de color azul?
Y antes de que el otro le contestara se puso de color azul. Y luego rojo, y luego amarillo.
El terrestre estaba encantado. Sonreía anchamente y miraba al marciano como al juguete más maravilloso que hubiera visto en toda su vida.
Y antes de que el otro le contestara se puso de color azul. Y luego rojo, y luego amarillo.
El terrestre estaba encantado. Sonreía anchamente y miraba al marciano como al juguete más maravilloso que hubiera visto en toda su vida.
— ¡Ahora sí que pareces
un verdadero marciano!
— ¿Quieres que me ponga
de más colores?
—Sí.
—Sí.
Empezó a ponerse de
montón de colores. Eran colores que no habéis visto nunca porque no existen
aquí, en la Tierra. No se parecían ni al rojo, ni al verde, ni al amarillo, ni
al blanco, ni al negro. Ni a ningún otro color que se os ocurra. Eran otros
colores.
En ese momento se les
acercó una mujer marciana, que cogió al chico marciano por una oreja y,
zarandeándole, empezó a gritarle:
— ¡Otra vez poniéndote de
colores! ¡Te he dicho que no te pongas de colores! ¡Siempre tengo que estar
detrás de ti mirando lo que haces! No te puedo dejar solo ni un momento. Verás
ahora, cuando lleguemos a casa. Vas a quedarte sin postre. ¡Vamos!
El chico marciano se
encogió de hombros, hizo una mueca, sacó la lengua y echó a andar detrás de la
mujer.
El terrestre se metió la
mano en el bolsillo del pantalón y sacó dos hermosas manzanas que había traído
de la Tierra. Corrió detrás del marciano y se las dio:
—Para postre. Son muy
buenas. Aquí no las hay. Se llaman manzanas. Man-za-nas.
—Gracias. Muchas gracias.
No me gusta nada quedarme sin postre.
—Ven a buscarme esta
tarde a nuestra nave espacial. Te enseñaré como ando con las manos, cabeza
abajo.
— ¿De veras? ¿Con las
manos? ¿Cabeza abajo? ¿De veras hacéis eso en la Tierra?
— ¡Vamos!
Gritó la mujer marciana
—Vamos o te quedas sin
postre para una semana.
El chico de Marte se
alejó saltando. El de la Tierra se quedó mirándole y le dijo moviendo
pensativamente la cabeza:
—No creí que en Marte
pasaran estas cosas. Todo es igual en todas partes. Le tiran a uno las orejas y
le amenazan con dejarle sin postre. ¡Uf!
Al final somos iguales que los marcianos. Incluso en lo de cambiar de color. Lo que pasa que aquí no cambiamos voluntariamente, sino como consecuencia de cosas que nos ocurren.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jajajaj si nada es distinto...
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