-Tú, cómo te llamas
-Soy adán, tu
primogénito, señor.
-Y tú, cómo te llamas tú
-Soy eva, señor, la
primera dama
El señor se dio por
satisfecho, se despidió con un paternal Hasta luego, y se fue a su vida.
Entonces, por primera vez
adán le dijo a eva
-Vámonos a la cama.
Set, el hijo tercero de
la familia, sólo vendrá al mundo ciento treinta años después, no porque el
embarazo materno necesitase tanto tiempo para rematar la fabricación de un
nuevo descendiente, sino porque las gónadas del padre y de la madre, los
testículos y el útero respectivamente, tardaron más de un siglo en madurar y
desarrollar suficiente potencia generadora. Hay que decirles a los impacientes
que el fíat ocurrió una vez y nunca más, que un hombre y una mujer no son
máquinas de rellenar chorizos, las hormonas son cosas muy complicadas, no se producen
en un ir y venir, no se encuentran en las farmacias ni en los supermercados,
hay que dar tiempo al tiempo. Antes de set llegaron al mundo, con escasa
diferencia de edad entre ellos, primero caín y luego abel. Un asunto que no
puede dejarse sin inmediata referencia es el profundo aburrimiento que
supusieron tantos años sin vecinos, sin distracciones, sin un niño gateando
entre la cocina y el salón, sin otras visitas que las del señor, e incluso ésas
poquísimas y breves, espaciadas por largos periodos de ausencia, diez, quince,
veinte, cincuenta años, imaginemos qué poco habrá faltado para que los
solitarios ocupantes del paraíso terrenal se viesen a sí mismos como unos
pobres huérfanos terrenal se viesen a sí mismos como unos pobres huérfanos
abandonados en la selva del universo, aunque no hubieran sido capaces de
explicar qué era eso de huérfanos y abandonados. Es verdad que día sí día no, y
éste no con altísima frecuencia también era sí, adán le decía a eva, Vámonos a
la cama, pero la rutina conyugal, agravada, en el caso de estos dos, por la
nula variedad de posturas atribuible a la falta de experiencia, se demostró ya
entonces tan destructiva como una invasión de carcoma royendo las vigas de la
casa. Desde fuera, salvo algunos montoncitos de polvo que van cayendo aquí y
allí por minúsculos orificios, el atentado apenas se nota, pero por dentro la
procesión es otra, no faltará mucho para que se venga abajo lo que tan firme
antes parecía. En situaciones como ésta, habrá quien defienda que el nacimiento
de un hijo puede tener efectos reanimadores, si no de la libido, que es obra de
químicas mucho más complejas que aprender a mudar unos pañales, al menos de los
sentimientos, lo que, reconózcase desde ya, no es ganancia pequeña. En cuanto
al señor y a sus esporádicas visitas, la primera fue para ver si adán y eva
habían tenido problemas con la instalación doméstica, la segunda para saber si
se habían beneficiado algo de la experiencia de la vida campestre y la tercera
para avisar de que no esperaba volver tan pronto, pues tenía que hacer ronda
por los otros paraísos existentes en el espacio celeste. De hecho, sólo
acabaría apareciendo mucho más tarde, en una fecha de la que no quedó registro,
para expulsar a la infeliz pareja del jardín del edén por el crimen nefando de
haber comido del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Este
episodio, que dio origen a la primera definición de un hasta entonces ignorado
pecado original, nunca ha quedado bien explicado. En primer lugar, porque
incluso la inteligencia más rudimentaria no tendría ninguna dificultad en
comprender que estar informado siempre es preferible a desconocer, sobre todo
en materias tan delicadas como son estas del bien y del mal, en las que uno se
arriesga, sin darse cuenta, a la condenación eterna en un infierno que entonces
todavía estaba por inventar. En segundo lugar, clama a los cielos la
imprevisión del señor, ya que, si realmente no quería que le comiesen del tal
fruto, fácil remedio tendría la cosa, habría bastado con no plantar el árbol, o
con haberlo puesto en otro sitio, o con rodearlo de una cerca de alambre de
espino. En tercer lugar, no fue por haber desobedecido la orden de dios por lo
que adán y eva descubrieron que estaban desnudos. Desnuditos, en pelota viva,
ya estaban ellos cuando se iban a la cama, y si el señor nunca había reparado
en tan evidente falta de pudor, la culpa era de su ceguera de progenitor, la
misma, por lo visto incurable, que nos impide ver que nuestros hijos, al fin y
al cabo, son tan buenos o tan malos como los demás.
Ahora lo que nos interesa
es la familia de la que el papá adán es la cabeza, y qué mala cabeza fue, no
vemos cómo decirlo de otra manera, ya que bastó que la mujer le trajera el
prohibido fruto del conocimiento del bien y del mal para que el inconsciente
primer patriarca, después de hacerse rogar, en verdad más para complacerse a sí
mismo que por real convicción, se atragantara, dejándonos a nosotros, los
hombres, para siempre marcados por ese irritante trozo de manzana en la
garganta que ni sube ni baja. Tampoco faltan los que dicen que si adán no llegó
a tragarse del todo el fruto fatal fue porque el señor se apareció de repente
queriendo saber lo que estaba pasando allí. Y, por cierto, antes de que se nos
olvide del todo o el recorrido del relato haga inadecuada, por tardía, la
referencia, hemos de revelar la visita sigilosa, medio clandestina, que el
señor hizo al jardín del edén una noche cálida de verano. Como de costumbre,
adán y eva dormían desnudos, uno al lado del otro, sin tocarse, imagen
edificante aunque equívoca de la más perfecta de las inocencias. No despertaron
ellos y el señor no los despertó. Lo que lo había llevado hasta allí era el
propósito de enmendar un defecto de fábrica que, se dio cuenta tarde, afeaba
seriamente a sus criaturas, y que consistía, imagínense, en la falta de un
ombligo. La superficie blanquecina de la piel de sus bebés, que el suave sol
del paraíso no conseguía tostar, se mostraba demasiado desnuda, demasiado
ofrecida, en cierto modo obscena, si la palabra ya existiera entonces. Sin
tardanza, no fuesen ellos a despertarse, dios extendió el brazo y oprimió
levemente con la punta del dedo índice el vientre de adán, luego hizo un rápido
movimiento de rotación y el ombligo apareció. La misma operación, practicada a
continuación en eva, dio resultados similares, aunque con la importante
diferencia de que el ombligo de ella salió bastante mejorado en lo que respecta
a diseño, contornos y delicadeza de pliegues. Fue ésta la última vez que el
señor miró una obra suya y halló que estaba bien.