Mis condiscípulos: tres
chiquillas feúcas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se
hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz; otro niño flaco, triste,
ojerudo, con pañuelo al cuello y oliendo a eucalipto; y Martica. Siete u ocho a
lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Ramirez, el gordinflón José Antonio,
y el niño flaco que murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió
porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita
tenía un hermano, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho que
hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la
eterna fiera.
Nos
quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que
podía llegar de un momento a otro...
Ese día, con más angustia
que nunca, le veíamos entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los
ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos
miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas
escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta
su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos
las endosábamos unos a los otros.
Protestaba casi con un
chillido Marta, la más resuelta de las hembras.
Y la interjección fea,
inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta
dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era
día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en
las manos, y las orejas como dos zanahorias.
Me reprendía afectando
una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.