-Son 35 pesos, señora.
La mano hinchada de la doña deja escapar, con ruidos desordenados y de distintas calidades, unas cuantas monedas que bailotean por mi mostrador. Una monedita de cobre, roñosa y mugrienta, rueda en semicírculo y cae sobre mi zapato.
- Gracias, Walter.- dice la señora-. Ya tengo suela al menos hasta que entre el otoño.
Sonríe, y su sonrisa provoca en mí un vacío en la boca del estómago, como una catarata violentamente vuelta del revés, como un vómito imprevisto. Como asco.
- No es nada - digo-. ¿Cómo andan por casa? ¿Y su hermana?
Y sí, su hermana está bien, ya sabemos que los años no pasan en balde, que los huesos son frágiles y las venas se hacen viejas y duras y la sangre se queda quieta a veces donde no debe, duelen las piernas, los ojos se cansan, la espalda se hace insoportable y ya no puede coser como antes. Pero está bien. Gracias, hijo.
- Y mañana te traigo dos zapatillas viejas de andar por casa. De ella. Sobre las doce.
La señora se va, veo cómo traspasa el umbral de mi zapatería, cómo baja el escalón con el esfuerzo y la respiración de un animal asmático y enorme, salgo del mostrador, me apoyo en el vano de mi puerta y me quedo viendo cómo camina con precaución por esta calle, descuidada y rota, en este país y en estos años de desesperanza y caída que nos ha tocado vivir. En la boca del estómago siento de nuevo esa electricidad y, no sé por qué, aparece en mi cabeza la imagen de una valla abierta a una oscuridad sólida, física, morbosa, una valla de maderos viejos que se suelta se cae se derrumba
A veces despierto en la noche: de repente, sudoroso, angustiado.
Suena una campanita de hojalata al entreabrirse la puerta demi zapatería. La doña sube el escalón con gran dificultad En la mano lleva una bolsa de plástico y sé que dentro están las dos zapatillas viejas de su hermana, envueltas en papel de periódico.
- Buen día, Walter.- ¡Ay! ¡Mis rodillas! Bué, yo digo siempre que la edad no perdona, pero que hay que dar gracias a Dios de seguir acá y poderla contar, ¿no creés?
- Claro, señora.
- Mi´hijo- empieza mientras mete mano en la bolsa y saca el paquete- ¿cuántos años hace que estás acá? Porque sos ya el zapaterito de nuestra vida- y sonríe, no deja de sonreír. Las ancianas de este barrio suelen comenzar así las conversaciones y las confidencias.
- ¿En esta calle? Veinte años. Era un gurí cuando entré a trabajar con Don Antonio.
- Y ya era viejo entonces este taller.- añade-. Cómo me acuerdo de aquellos años. De cuando don Antonio se estableció en el barrio. Había tanta luz, tanto optimismo. Nos iba tan bien. . . Acá, en Montevideo, se levantaban las casas nuevas, relucientes, de fábrica todo. Ni una raíz salía de entre las baldosas de la vereda; los árboles entraban en los patios de los colegios por arriba, con sus hojas suaves y luminosas. Las maestras, jóvenes, frescas, sonreíamos a los nenes y todos entraban, batas blancas y moñas azules, y traían también esa luz de la mañana, la luz de septiembre recién comenzado..
En el año cincuenta, ganamos a Brasil en Maracaná. ¡Uruguay ganó al anfitrión, el mismísimo Brasil!¡El colmo del éxito! Faltaban once minutos, había empate y a Brasil le bastaba para proclamarse campeón. Más de doscientas mil almas festejaban al borde del delirio. Pero entonces, en el 79, Pérez combina en tú a tú con Gigghia, que se zafa de Bigode y cruza la pelota de modo que el arquero Barboza solo puede recogerla del fondo de la red. ¡Gol de Uruguay!
¡Campeones del Mundo! En Brasil fueron días de luto nacional. Y aún nos dura el Maracanazo. En la barra larguísima del Sorocabana se sirvieron al día siguiente veinte mil pocillos1 de café. Era la ciudad de las tertulias, los poetas, la interminable rambla. Mi hermana abrió la academia de costura más grande de todo el país. Todos parecíamos subidos en el mejor dodge... – sus ojos se pierden atrás, en el fondo de la zapatería. Súbitamente recoge el hilo invisible de su mirada, sonríe y me mira con los ojos levemente húmedos. -Aprendiste a arreglar zapatos casi en las rodillas de don Antonio, ¿te acuerdas?
- Sí, señora. En sus rodillas.
Las zapatillas de la hermana tienen fácil compostura. No es más que quitar la suela agujereada y pegarle la nueva. Tengo la goma precisa. Podrán aguantar medio año más.
Queda una hora para cerrar. Hace ya un rato que terminé los encargos: me va bien de hace unos años para acá, pienso: la gente no tiene plata para comprar calzado nuevo, así que lo mandan a arreglar. Todas las crisis tienen sus beneficiarios, aunque yo sólo soy un zapatero. Ya tuve que pelearla cuando todo era estreno y lucimiento. Luego, después de los milicos, nada mejoró; al contrario, cada vez más pobres, más perdidos, más sin esperanza. He quemado mi juventud tras este mostrador. Y aún soy joven, pero me siento tan doblado, tan vencido. . . Podría irme a España, no me iría mal. Pero ¿adónde voy solo?. Y don Antonio me lo dijo: “Yo te he enseñado el oficio, todo lo que sé; ahora tu vida es ésta, y no otra.” ¡Cuánta razón tenía! No sé hacer nada más; de qué, si no, podría vivir. . .
Bajo el mostrador ha quedado el papel de prensa que envolvía las zapatillas de la señora Susana. Hay una nota que ocupa la mitad de una página, la derecha. Dice: “Las autoridades, tras el rastro del asesino”. Leo. “Cuatro ancianas han sido degolladas en el último mes”. El tipo las forzó, debió de arrojarlas al suelo sin dificultad, probablemente en su propia cocina, y las pateó sin piedad, sin cuidado, como se patea un saco de harina, y después de matarlas o casi, las violó, a ellas o a sus cuerpos inermes. ¡Chau! No sé que puede pasar por la cabeza de un tipo así, qué horror. No hay huellas, no hay pistas, solo la idea de que ellas debían conocerlo porque no hay puertas ni ventanas forzadas. Sí había, siempre, un gran revoltijo de ropas, de trapos, de calzado. En todos los casos hallaron el ejemplar derecho de cada par de zapatillas.
La nota me quita las ganas de todo. Voy a quitarme los guantes, voy a lavarme las manos, voy a irme a casa. Voy a dormirme. Si me deja este ahogo imprevisto que me sube de las tripas últimamente, este impulso eléctrico, como un asco. . . ¡¿Seré un zapatero estresado?! ¡Ja! Mañana voy al doctor.
Hace un par de días que no veo pasar a la señora. Mejor, porque solo ahora puedo ponerme con su arreglo. (Primero, despega la suela vieja, Walter, la del agujero, del cuerpo de la zapatilla...¿Lo ves? Muy bien...) Quizás esté enferma. A estas edades, si no es una cosa es otra. O su hermana. La tensión, la circulación, la artrosis, quién sabe. (...Ahora ponés cemento21, un poco, el suficiente, tanto en la plantilla como en la suela nueva, lo repartes bien, ¿ta?...) El caso es que yo tampoco me encuentro bien últimamente. Estoy nervioso, con esa angustia que se me agarra al estómago como una tarántula. Sí, eso, la siento como (...y lo dejas secar al aire hasta que adquiera este tono mate que ves acá, ¿ta?...) si fuera un puño que se me cierra de repente en las tripas. . . Y esos sueños tan extraños... El de la otra noche tuvo que ver con la nota del periódico. No hay otra explicación. Pero me preocupan más los despistes, tanto absurdo olvido Fruto de los nervios, seguro, pero hace un mes que voy (y, finalmente, pegas ambas partes y martilleas un poco para que estén fuertemente unidos, ¿ta? Como vos y yo, pequeño aprendiz, como vos y...) extraviando zapatos, zapatillas, ojotas2 ,tengo paressueltos por ahí. . . Por ejemplo, he encontrado una pantufla izquierda del 37, de pana beige, con una flor cosida en el empeine. El caso es que no recuerdo haber tomado el encargo. . . Será de doña Susana. Tengo últimamente mucho quilombo…(...yo, pequeño Walter. Anda, vení...)
Mañana voy a la Sociedad y veo al doctor.
El doctor dice que tengo nervios. Que hay épocas, es normal. Dice que lo mejor es dejar un poco el trabajo, que contrate a un mozo y salga a buscar mujeres. Diversión, distracción.. Es verdad que paso todo el día en la zapatería.
También es cierto que me muero de timidez cuando alguna mina hermosa llega con un zapato en la mano y el taco en la otra. No sabría muy bien qué decir si en un boliche se acercara alguna y me invitara a bailar. Prefiero quedarme en casa, con el mate y pasta frola, escuchando la radio. Como bien aprendí de don Antonio, el mundo es un desierto inhóspito de traidores y alimañas; las mujeres, las peores de todas. Pero esta zapatería será siempre mi casa. Me dijo: “Recuérdalo.”
Últimas noticias recoge el asesinato brutal de una anciana. Se trata de doña Susana, la maestra, la que no vino a recoger las zapatillas de su hermana. Abrió la puerta al criminal (había dos cafés helados sobre la mesa del salón), todo revuelto, ropa, calzado, su cuerpo cosido a machetazos. No hay huellas, ni un solo despiste. Tan solo que encontraron una pantufla derecha, beige, de pana, con el empeine descosido, como si tuviera arrancada una flor, o un osito, o una S.
Igual debería haberla traído a arreglar.
Pobre doña Susana.
La nota dice: “Las autoridades locales están seriamente preocupadas: en la última semana, son cinco las ancianas brutalmente asesinadas.” Sin embargo, a mí hay algo que me distrae, me inquieta hasta un profundo escalofrío: ¿Por qué despierto por las mañanas con los zapatos puestos?
Por Julián Manuel Vicente