—Toda biografía es tonta. La mía
haría reír a un gato.
—Estoy en desacuerdo. La vida de ese
común denominador mítico, el hombre de la calle, es aburrida como agua de cuneta.
El neoliberalismo lo ha convertido en un manojo de represiones y de hábitos
inútiles bajo ese símbolo de la clase media, la incesante lucha por el pan, el demonio
de la desocupación, los picapleitos, las huecas mentiras del lecho matrimonial.
—¡Arre! ¡Arre! ¡Adelante!
—La llamaremos Mary, pero en realidad
ése no es su nombre. La elegí como personaje porque la historia de su vida es
una pequeña tragedia que, no obstante, no carece de toques de humor.
—¿El hombre común es un ratón? Bueno, ¿qué pasa con Mary?
—Mary vivía en una gran granja,
no les diré exactamente dónde, y su padre era viudo. Tenía todo lo que importa
en este mundo y bebía como una esponja, pero así y todo seguía siendo un
caballero. Bueno, bueno. Olvídense de la lucha de clases. Ya la estoy viendo
arder. Ese hombre procedía de una bonísima y sólida familia, pero empinaba el
codo; eso es todo.
—Trabajar, coger, beber
—Era exactamente lo que les estoy
diciendo, si me dejan seguir contando: un hombre de buena cepa campesina, que
había hecho dinero y lo gastaba.
—Lo liquidaba.
—Tenía una sola hija, Mary, y
ésta era tan pulcra y relamida que sufría viéndolo beber. Por las noches,
cuando él volvía a la casa, siempre borracho, ella se encerraba en el
dormitorio y desde allí lo oía tropezar por la casa, llamándola, y a veces rompiendo
trastos. Pero sólo a veces; y además jamás le había tocado un cabello. Mary tenía
unos dieciocho años y era una buena moza. No una estrella de cine, claro; no el
tipo de Roberto, no, y tal vez tuviera el complejo de Edipo, pero odiaba a su
padre y se avergonzaba de él.
—¿Cuál es mi tipo?
—Edgar quiere decir ese tipo de muchacha
que uno puede llevar a su casa para mostrarle la colección de estampillas.
—Mary se enamoró de un joven al
que llamaré Marcos, y le dijo a su padre: Padre,
Marcos y yo queremos casarnos. Una noche lo voy a traer a cenar, y tienes que
asegurarme que no beberás. Él dijo: ¡Yo
siempre estoy sereno!, pero no lo estaba mientras lo decía. Después de un
rato hizo la promesa. Si faltas a tu
palabra, nunca te perdonaré.
Marcos era hijo de un rico
granjero, una especie de Brad Pitt a la manera bucólica, pueden imaginárselo.
Ella lo invitó a cenar, y él llegó, muy hermoso, con el cabello peinado. Los
sirvientes estaban francos. Ella misma acudió a la puerta. Era una noche de
invierno. Supongan la escena. Una
campesina relamida y educada, llena de ideas fijas y de fobias, orgullosa como
una duquesa, ruborosa como una lechera, abriéndole la puerta a su amado y contemplándolo
allí, en el oscuro umbral, tímido y gallardo.
Su futuro colgaba de esa noche como
de un hilo. Entra, insistió. No se besaron.
Lo llevó al interior de la casa que había sido especialmente limpiada y pulida.
No había galería de retratos, de modo
que le mostró las instantáneas de su madre en el vestíbulo y la fotografía de
su padre, alto, joven, sobrio. Y durante todo este tiempo, mientras exhibía orgullosamente
sus pertenencias, intentando probar a Marcos, cuyo padre gozaba de sobrada prosperidad
para ser su novia, aguardaba aterrorizaba la entrada de su padre. —Oh,
Dios —rezó cuando se sentaron para
la cena—, haz que mi padre esté
presentable cuando llegue.