Entonces estalló el carácter vulgar de la señora Loiseau
—No podemos morirnos de viejos aquí. Dado que su ofició es hacer eso con todos los hombres, me parece que no tiene ningún derecho a rechazar a uno más que a otro. ¡Pero si ha tenido que ver con todo el mundo en Ruán, incluso con los cocheros!
¡Sí, señora, con el cochero de la prefectura! Lo sé perfectamente; él compra su vino en nuestra casa. ¡Y, ahora que se trata de sacarnos de un apuro, se hace la complicada, esta mocosa...! Por otra parte, creo que el oficial se ha conducido correctamente. Tal vez está privado desde hace mucho tiempo; y sin duda hubiera preferido a cualquiera de nosotras tres. Pero no, se contenta con la de todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. En última instancia, él es el amo. No tendría más que decir: «Quiero», y podría aprovecharse de nosotras por la fuerza, con los soldados.
Las otras dos mujeres experimentaron un ligero estremecimiento. Los ojos de la hermosa señora Carré-Lamadon brillaban en medio de la palidez del rostro como si se sintiera ya tomada a la fuerza por el oficial.
Los hombres, que discutían aparte, se pusieron de acuerdo. Loiseau, furibundo, quería entregar a «esa miserable», atada de pies y manos, al enemigo. Pero el conde, descendiente de tres generaciones de embajadores y dotado de características de diplomático, era partidario de la habilidad:
—Habrá que convencerla — dijo.
Por lo tanto, empezaron a conspirar. Las mujeres se unieron, bajó el tono de voz y la discusión se volvió general, ya que cada uno exponía su opinión. Se trataba de algo muy conveniente. Sobre todo, las damas se distinguían en encontrar giros delicados, encantadoras sutilezas de expresión, para decir lo más escabroso. Las precauciones de lenguaje eran tantas, que un extraño a la situación no habría comprendido nada.
Pero la tenue capa de pudor con que está envuelta toda mujer de mundo, al cubrir nada más que la superficie, les permitía regocijarse con esta aventura desvergonzada, divertirse locamente en el fondo, sintiéndose en su elemento, manoseando al amor con la sensualidad de un cocinero glotón que prepara la comida de otro.
La alegría se originaba en la historia misma, que, finalmente, les resultaba cómica. El conde recurrió a chistes un poco atrevidos, pero tan bien dichos, que hacían sonreír. Por su parte, Loiseau soltó algunos atrevimientos más abruptos, ante los que nadie llegó a molestarse; y el pensamiento brutalmente expresado por su mujer dominaba todos los ánimos: «Dado que es el oficio de esta muchacha, me parece que no tiene ningún derecho a rechazar a uno más que a otro.» La simpática señora Carré-Lamadon parecía incluso pensar que, si se encontrase en su lugar, ella rechazaría a éste mucho menos que a cualquier otro.
Se preparó largamente el bloqueo, como para el ataque a una fortaleza. Cada uno determinó el papel que asumiría, los argumentos a los que iría a recurrir, las maniobras que debería ejecutar. Se estableció el plan de ataque, las astucias a emplear y las sorpresas del asalto, para forzar a esa ciudadela viviente a que recibiera al enemigo en su propio terreno.
Mientras tanto, Cornudet permanecía de lado, completamente ajeno al asunto.
La preocupación general era tan intensa, que no oyeron entrar a Bola de Sebo. Pero el conde produjo un « ¡chisst!» que hizo levantar todas las miradas. Ante su presencia, se hizo un silencio brusco y cierta turbación general impidió dirigirle la palabra. La condesa, más habituada que las otras a las artimañas de salón, finalmente la interrogó:
— ¿fue divertido ese bautismo?
La gruesa muchacha, todavía emocionada, se refirió a cada cosa: a los rostros» a las actitudes y al aspecto mismo de la iglesia. Agregó:
—Es muy bueno rezar algunas veces.
Sin embargo, hasta la hora del almuerzo, las damas se limitaron a mostrarse amables con ella para aumentar su confianza y su docilidad frente a los futuros consejos.
En cuanto se sentaron a la mesa, empezó el ataque. Primero fue una conversación vaga acerca del sacrificio. Se citaron antiguos ejemplos: Judit y Holofernes; después, sin razón alguna, Lucrecia y Sextus, y Cleopatra admitiendo en su habitación a todos los generales enemigos y reduciéndolos a la servidumbre de esclavos. Entonces se desarrolló una historia fantástica, nacida de la imaginación de esos millonarios ignorantes, en la que las ciudadanas de Roma iban a Capua a adormecer a Aníbal entre sus brazos, junto con sus lugartenientes y las falanges de mercenarios.
Citaron a todas las mujeres que detuvieron a los conquistadores, haciendo de sus cuerpos un campo de batalla, una manera de dominar, un arma, que vencieron por medio de sus caricias heroicas a seres horribles o detestados, sacrificando incluso su castidad a la venganza y la abnegación.
También se hizo referencia a esa inglesa de familia noble que se había dejado inocular una horrible y contagiosa enfermedad para transmitírsela a Bonaparte, salvado milagrosamente por una debilidad repentina a la hora de la cita fatal.
Y todo era contado de una forma conveniente y moderada, haciendo estallar a veces una expresión de entusiasmo deliberado con el propósito de estimular el deseo de emulación.
En resumidas cuentas, habría podido creerse que el único papel de la mujer en la tierra consistía en un sacrificio permanente de su persona, en un abandono continuo a los caprichos de la soldadesca.
Las dos monjas daban la impresión de no escucharlos, perdidas en pensamientos profundos. Bola de Sebo no decía nada.
Durante toda la tarde, la dejaron reflexionar. Pero, en vez de llamarla «señora», como se había hecho hasta el momento, se le decía simplemente «señorita», sin que nadie supiese bien por qué, como si se deseara descenderla de nivel en la estima que por sí misma había escalado, hacerle sentir su situación vergonzosa.
En el momento en que se le servía la sopa, el señor Follenvie reapareció repitiendo su frase de la víspera:
—El oficial prusiano pregunta a la señorita Elisabeth Rousset si no ha cambiado todavía de opinión.
Bola de Sebo respondió secamente:
—No, señor.
Pero durante la cena la coalición se debilitó. Loiseau dijo tres frases inoportunas. Cada uno desesperaba por descubrir nuevos ejemplos, sin encontrar nada, hasta que la condesa, acaso sin haberlo premeditado, experimentando una vaga necesidad de rendir homenaje a la religión, interrogó a la más vieja de las monjas acerca de las grandes acciones en la vida de los santos. Sin duda, muchos habían cometido actos que aparecerían como crímenes ante nuestros ojos, pero la Iglesia absolvió siempre esas faltas cuando fueron cumplidas para la gloria de Dios o para el bien del prójimo. Era un argumento poderoso, y la condesa se aprovechó de él. Entonces, ya sea por una especie de entendimiento tácito, de un acuerdo velado en que sobresale cualquiera que lleve un hábito eclesiástico, ya sea simplemente por el efecto de una coincidencia afortunada, de una compasiva torpeza, la vieja religiosa aportó un formidable apoyo a la conspiración. Se la creía tímida, y se mostró arriesgada, elocuente, violenta. No estaba confundida por los titubeos de la casuística; su doctrina parecía tener la consistencia de una barra de hierro; su fe no se debilitaba nunca; su conciencia carecía de escrúpulos. Le parecía completamente simple el sacrificio de Abraham, porque también ella habría matado a su padre y a su madre para obedecer una orden venida desde lo alto; y en su opinión nada podía desagradar al Señor cuando la intención era laudable.
La condesa, aprovechando la autoridad sagrada de su cómplice fortuita, la llevó a realizar una paráfrasis edificante de este axioma moral: «El fin justifica los medios,» La interrogó:
—Entonces, querida hermana, ¿piensa usted que Dios acepta todos los caminos y perdona lo cometido cuando el motivo es puro?
— ¿Quién podría dudarlo, señora? Un acto punible en sí, a menudo se vuelve meritorio gracias al pensamiento que lo inspira.
Y continuaron de esta forma, discerniendo las voluntades de Dios, previendo sus decisiones, haciéndolo interesarse por cosas que en realidad, no le concernían demasiado.
Pero el desarrollo general era hábil, discreto. Y cada palabra de la monja abría una brecha en la resistencia indignada de la muchacha.
Poco más tarde, la conversación se desvió un poco: la monja hizo mención de varias fundaciones de su orden, de su superiora, de ella misma y de su buena compañera, la querida hermana SanNicéforo. Habían sido llamadas a El Havre para ayudar en el hospital a centenares de soldados atacados por la viruela. Describió a esos pobres miserables y detalló la enfermedad que los postraba. Y, mientras ellas seguían retenidas por los caprichos de ese prusiano, ¡un gran número de franceses, que habrían podido salvarse con sus auxilios, estaban muriendo! Su especialidad era atender a los militares; había estado en Crimea, en Italia, en Austria. Al contar su participación en tantos frentes, de pronto se reveló como una de esas religiosas activísimas que parecen hechas para recorrer los campos de batalla, recoger a los heridos entre el estrépito y, con mayor eficacia que un jefe, dominar con una palabra a los soldadotes indisciplinados; una especie de sor «Rata-plan», cuyo rostro descarnado, marcado por innumerables huecos, parecía una imagen de las devastaciones de la guerra. Nadie dijo nada cuando dejó de hablar; el efecto había sido, sin duda, excelente.
Una vez terminada la cena, cada uno se retiró a su habitación para sólo reaparecer al día siguiente, a una hora avanzada de la mañana.
El almuerzo transcurrió con tranquilidad. Ofrecían, al grano sembrado en la víspera, el tiempo necesario para germinar y ofrecer sus frutos. La condesa propuso dar un paseo durante la tarde; y por su parte el conde, como se había convenido, tomó del brazo a Bola de Sebo, retrasándose con ella.
Le habló en ese tono familiar, paternal, algo desdeñoso, que los hombres sosegados emplean con las muchachas, llamándolas: «mi querida niña», tratándolas desde lo alto de su posición social; de su honorabilidad indiscutida. Atacó casi de inmediato el punto central de la cuestión:
— ¿O sea que prefiere dejarnos aquí, expuestos como usted misma a todas las violencias que seguirían al fracaso de las tropas prusianas, en vez de consentir en una de las amabilidades que ha ofrecido con tanta frecuencia en su vida?
Bola de Sebo se limitó a guardar silencio.
La encaró por el lado de la dulzura, de la razón, de los sentimientos. Supo mantenerse como «el señor conde», mostrándose galante cada vez que hacía falta, cumplido, amable. Exaltó el favor que ella les haría, habló de su reconocimiento; y, en forma repentina, se puso a tutearla alegremente:
—Y tú sabes, querida, cómo él podría vanagloriarse de haber gozado de una hermosa muchacha como no puede encontrarla en su propio país.
Bola de Sebo no respondió, adelantándose para reunirse con los otros.
Poco después de haber regresado al hotel, subió a su cuarto y ya no volvió a aparecer. La inquietud era extrema. ¿Qué haría? ¡Qué problema, si decidía resistirse!
A la hora de la cena, se la esperó inútilmente. El señor Follenvie, al entrar, anunció que la señorita Rousset se sentía indispuesta y no bajaría a cenar. Todo el mundo paró la oreja. El conde se aproximó al hotelero y, por lo bajo, le dijo;
— ¿Ya está?
—Sí.
Por considerarlo conveniente, no dijo nada a sus compañeros; se limitó a hacerles una leve señal con la cabeza. De inmediato, un gran suspiro de alivio brotó de todos los pechos, cierta alegría apareció en los rostros. Loiseau gritó:
— ¡Bendita sea! Pago champaña, si es que lo tienen en este establecimiento.