Un personaje femenino ocupa el
centro del cuadro. Es una “dama”. El término, derivado del latín domina, significa que esta
mujer ocupa una posición dominante y al mismo tiempo define su situación: está
casada. Es percibida por un “joven” Lo que este ve de su rostro, lo que adivina
de su cabellera, oculta por el velo, y de su cuerpo, oculto por la vestimenta,
lo turban. Todo comienza con una mirada furtiva. La metáfora es la de una
flecha que penetra por los ojos, se hunde hasta el corazón, lo abrasa, le lleva
el fuego del deseo. A partir de ese momento, herido de amor (“amor”, en su sentido exacto,
designaba el apetito carnal), el hombre no suena ya con otra cosa que con apoderarse
de esa mujer. Inicia el asedio y, para introducirse en la plaza, la estratagema
que utiliza es inclinarse, humillarse. La “dama” es la esposa de un señor y a menudo
del propio señor del pretendiente. En todo caso, es dueña de la casa que el
frecuenta. En virtud de las jerarquías que gobernaban entonces las relaciones
sociales, ella estaba efectivamente por encima de él, quien enfatiza la situación
con sus gestos de vasallaje, arrodillándose en la postura del vasallo. Habla,
compromete su fe y promete, como un hombre sometido al vínculo de vasallaje, no
llevar su servicio a ningún otro sitio. Y va más allá aun: a la manera de un
siervo, hace entrega de sí mismo. A partir de ese momento, deja de ser libre.
En cambio, la mujer puede aceptar o rechazar la ofrenda. En ese instante se descubre
el poder femenino. Para una mujer, para esta mujer, el hombre está a prueba,
conminado a mostrar lo que vale.
Sin embargo, si al final de este examen
la dama acepta, si escucha, si se deja envolver por las palabras, también ella
queda prisionera, pues en esta sociedad está establecido que todo don merece un
don a cambio. Calcadas de las estipulaciones del contrato vasallatico, las cuales
obligan al señor a devolver al buen vasallo todo cuanto reciba de él, las
reglas del amor cortes obligan a la elegida, como precio de un servicio leal, a
entregarse finalmente por entero. En su intención, el amor cortes,
contrariamente a lo que muchos creen, no era platónico. Era un juego. Como en
todos los juegos, el jugador estaba animado por la esperanza de ganar. En este
caso, como en la caza, ganar era cobrar la presa. Además, no lo olvidemos, los maestros
de este juego eran los hombres.
En efecto, aun cuando, como en el
ajedrez, la dama es una pieza mayor, no puede, precisamente por ser mujer, disponer
libremente de su cuerpo. Este pertenecía a su padre y ahora pertenece a su
marido. Contiene en depósito el honor de este esposo, así como el de todos los
varones adultos de la casa, solidarios. Este cuerpo, por tanto, es atentamente
vigilado. En las moradas nobles, sin tabiques, sin verdadero espacio para el
retiro, donde se vivía en el hacinamiento permanente, tanto de día como de noche,
no se puede escapar por mucho tiempo a la mirada de quienes la espían y prejuzgan
que esta mujer es mentirosa y débil como todas la mujeres. Apenas sorprenden en
su conducta el menor indicio de desviación, se apresura a declararla culpable.
Entonces se hace merecedora de los peores castigos, que amenazan igualmente al
hombre al que se cree cómplice. La atracción del juego residía en el peligro al
que se exponían los amantes.
Amar con fine amour era correr la aventura.
El caballero que decidía lanzarse a ella sabía lo que arriesgaba. Obligado a la prudencia y
sobre todo a la discreción, tenía
que expresarse mediante signos; edificar, en el seno del ajetreo doméstico, el recinto
cerrado de una suerte de jardín
secreto y encerrarse con su dama en ese espacio de intimidad.
Allí, confiado, esperaba su
recompensa: los favores que su amiga estaba obligada a acordarle. Sin embargo, el
código amoroso imponía una minuciosa dosificación de tales favores y entonces
la mujer volvía a tomar la iniciativa. Se entregaba, pero por etapas. El ritual
prescribía que ella aceptara primero que se la abrazara, ofreciera luego sus
labios al beso, se abandonara después a ternuras cada vez más osadas, cuyo
efecto era exacerbar el deseo del otro.
Uno de los temas de la lírica cortes
describe lo que hubiera podido ser el “ensayo” por excelencia, el assaig, como dicen los
trovadores, experiencia decisiva a la que el amante soñaba con ser finalmente sometido
y cuya imagen lo obsesionaba y le paralizaba la respiración. Se veía acostado,
desnudo, junto a la dama desnuda, autorizado a aprovechar esa proximidad
carnal.
Pero solo hasta cierto punto, pues
en última instancia la regla del juego le imponía contenerse, no apartarse, si quería
mostrar su valor, de un pleno dominio del cuerpo.
Lo que cantaban los poetas, pues,
retrasaba indefinidamente, remitía siempre al futuro, el momento en que la
amada caería, en que su sirviente tomaría de ella su placer. Este, el placer
del hombre, estaba desplazado. No residía ya en la satisfacción, sino en la
espera. El placer culminaba en el deseo mismo. Es precisamente aquí donde el amor
cortes devela su verdadera naturaleza: la onírica. El amor cortes concedía a la
mujer un poder indudable. Pero mantenía ese poder confinado en el interior de
un campo bien definido, el de lo imaginario y el del juego.