martes, 5 de agosto de 2025

0751: Siete de la mañana.

 En el canchón, la perra y sus cachorros recién nacidos se acurrucan debajo del techito, una mini chapapa que le construyó el finau don Pedrito.

Afuera…

Una chilchina helada, congela las tabas de los cambas albañiles que mezclan barro con paja en el corredor del frente, en la casa de la comadre Peregrina.

Es invierno en Santa Cruz.

Ahhh Santa Cruz,  bendecida tierra donde todo es bueno. Hasta el frío se pasa, ese climinga que cuando llega es más frío que el frío colla.

- Hasta en eso les ganamos…-solía decir Filiberto, un camba feísimo que alaraqueaba que el Duende se lo llevó en chico.

- Bahhh, el Duende solo se llevaba a los muchachos bonitos.-decía su mujer, que en paz descanse.

Era otra época, cuando el perro cuidaba la casa y no dormía adentro, peor que alguien lo bese en la boca, porque se sabía que antes  del beso, el pisuco se pasó la lengua por los huevos.

- Aún es temprano, pero…-se escucha decir a la abuela.

- “A levantarse todo mundo, los muchachos a traer agua pa’ cocinar más tarde y de paso se me bañan…”

Doña Rosita sonríe escuchando a su madre, mientras barre el horno de barro en que hará los panes, delicias que venderá  por la tarde en el mercado La Recoba.

- “Ya saben donde está la tutuma y el jabón de lejía.” -retumba la voz de su madre en la casa, una vivienda con techo de motacú y paredes de barro y tabique, muros que  protegen a todos del surazo, pero es fresca en días de calor.

La casa pintada con carburo de blanco impecable, humilde pero reluciente de limpia.

- “Y a ver si se lavan bien las talegas que hasta aquí se huele, ¡esa incordiera ya debe estar ligosa por falta de agua!” -continúa la abuela.

- Asunta, hija. Levántate rápido y andate donde doña Herminia, decile que te regale unos cuantos cogollos con hoja de palta pal desayuno. -dice doña Rosita, aprovechando que las peladas ya están en vacaciones de invierno.

Y claro…

El tacho ya estaba puesto desde antes, y el pan caliente que salió del horno antes de las cinco aún desprendía ese olor delicioso, esa fragancia única que envolvía a quienes lo compraban en el Mercadito de Oro. Un mercado ubicado en las Siete Calles que solo son seis,  y todo porque a un alcalde abusivo se le ocurrió cerrar una. En su propio beneficio.

- “¡Que camba inútil y pícaro! , como no está Adalberto, ese lo ponía en su sitio…”-reniega la abuela, evocando a su marido que nunca volvió de la Guerra del Chaco.

- Y no falta…

- Abuelita, ¿ sabe si mamá hizo pan con harina?

- ¿Qué estás preguntando, se come lo que hay. ¿Ya te lavaste la boca?, vaya a asearse, y de paso se me lava la cara y cámbiate ese pantalón que lo tenés  puesto hace dos días, y antes que me olvide, de ahora en adelante me va a lavar usted sus calzoncillos pringaus de todo ¿me oyó? -responde la abuela muy seria.

Era otro tiempo en Santa Cruz, un tiempo ido, cuando los pelaus hacían caso y los hombres alzaban alguna herramienta, no un perro que más parece llavero.

Y ahí están…

Todos aseados y abrigados, la mesa hecha con tablones de cuchi, y al rededor la familia; todos, menos el padre que salió al amanecer al chaco y a media mañana volverá con yuca.

- “Hay que apartar pan pa’ Meregildo…”-dice la abuela, pensando en su hijo que volverá hambriento del chaco.

Es invierno y hace frio.

En la casa e motacú, una familia cruceña se refugia del surazo.

Son pobres, pero la comida y la dignidad sobra, el amor a la tierra es inmenso y se refleja en la foto antigua que adorna la sala, ahí, colgada en un clavo.  La foto del mejor presidente que este país tuvo, la imagen del hombre más valiente en la guerra del Chaco.  Un cruceño inmortal llamado Germán Busch Becerra.

EL ESCRIBIDOR.


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