— No te apures, Simón, luego la arreglamos. Esto pasa siempre con las primerizas... ¡Hum, las veces que me ha tocado batallas con ellas...!
— Obre Dios
— ¿Hace mucho que te empezaron los dolores hija?
Y Crisanta tuvo por respuesta sólo un rezongo.
— Vamos a ver, muchacha —siguió Altagracia—: dobla tus piernas...Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga el dolor... Más fuerte, más... ¡Grita, hija...!
Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas.
— Vamos, ayúdame muchachita —suplicó la vieja en los momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero terca en conservar la carga...
Y los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas rotundas, para acabar en la pelvis abultada y lampiña.
Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rincón de la choza; entre sus piernas un trozo de madera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba un extremo del mango distraía el enervamiento, robaba un poco la ansiedad del muchacho.
— Anda, madrecita, grita por vida tuya... Puja, enconrajínate... Dime chiches de perra; pero date prisa... Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto... ¡Cristo de Esquipulas!
La joven no hacía esfuerzo ya; el dolor se había apuntado un triunfo.
Simón trataba ahora de insertar a golpes el mango dentro del arillo del azadón; de su boca entreabierta salían sonidos roncos.
Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas abiertas en abanico, se volvió hacia el muchacho quien había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la azada; el trabajo había alejado un poco a su pensamiento del sitio en que se escenificaba el drama.
— Todo es de balde, Simón, viene de nalgas —dijo la vieja a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su diestra.
Y Simón, como si volviese del sueño, como si hubiese sido sustraído por las destempladas palabras de una región luminosa y apacible:
— ¿De nalgas? Bueno... ¿y‘hora qué?
La vieja no contestó; su vista vagaba por el techo del jacal.
— De ahí —dijo de pronto—, de ahí, de la viga madre cuelga la coyunda para hacer con ella el columpio... Pero pronto, muévete — ordenó Altagracia.
— No, eso no —gimió él.
— Anda, vamos a hacer la última lucha... Cuelga la coyunda y ayúdame a amarrar a la muchacha por los sobacos.
Simón trepó sin chistar por los amarres de los muros pajizos e hizo pasar la cinta de jarcia sobre el morillo horizontal que sostenía la techumbre.
— Jala fuerte... fuerte, con ganas. ¡Hum, no pareces hombre...! Jala, demonio.
A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía pendiente de la coyunda.
Altagracia al cuerpo de la muchacha... Ahora más que pelele, era una péndola de tragedia, un pezón de delirio...
Pero Crisanta ya no hacía nada por ella, había caído en un desmayo convulsivo.
— Corre, Simón —dijo Altagracia con acento alarmado—, ve a la Dios y de María Santísima... Le voy a trincar la cintura con mi rebozo, a ver si así sale... ¡Corre por vida tuya!
Simón ya no escuchó las últimas palabras de la vieja; había salido en carrera para cumplir el encargo.
En el camino tropezó con Trinidad Pérez, su amigo el peón de la carretera inconclusa que pasaba a corta distancia de Tapijulapa.
— Aguárdate, hombre, saluda siquiera —gritó Trinidad Pérez
— Aquella está pariendo desde antes de que el sol se metiera y es hora que todavía no puede —informó el otro sin detenerse.
Trinidad Pérez se emparejó con Simón, los dos corrían.
— Le está ayudando doña Altagracia... por luchas no ha quedado.
— ¿Quieres un consejo, Simón?
— Viene...
— Vete al campamento de los ingenieros de la carretera. Allí está un doctor que es muy buena gente, llámalo.
— ¿Y con qué le pago?
— Si le dices lo pobres que somos, él entenderá... Anda, déjate de Altagracia.
Simón ya no reflexionó más y en lugar de torcer hacia la tienda, tomó por el atajo que más pronto lo llevaría al campamento. La luna, muy alta, decía que la media noche estaba cercana.
Frente al médico, un viejo amable y bromista, Simón el indio zoque no tuvo necesidad de hablar mucho y, por ello, tampoco poner en evidencia su mal español.
— ¿Por qué se les ocurrirá a las mujeres hacer sus gracias precisamente a estas horas? —se preguntaba el doctor a sí mismo, mientras un bostezo ahogaba sus últimas palabras... Mas luego de desperezarse, añadió de buen talante—: ¿Por qué se nos ocurre a algunos hombres ser médicos? Iré, muchacho, iré luego, no faltaba más... ¿Está bueno el camino hasta tu pueblo?
— Bueno, parejito, como la palma de la mano...
El médico guardó en su maletín algunos instrumentos niquelados, una jeringa hipodérmica y un gran paquete de algodón; se caló su viejo ―panamá‖, echó ―a pico de botella‖ un buen trago de mezcal, aseguró sus ligas de ciclista sobre las ―valencianas‖ del pantalón de dril y montó en su bicicleta, mientras escuchaba a Simón que decía:
— Entrando por la zurda, es la casita más repegada a la loma.
Cuando Simón llegó a su choza, lo recibió un vaguido largo y agudo, que se confundió entre el cacareo de las gallinas y los gruñidos de ―Mit-Chueg‖, el perro amarillo y fiel.
Simón sacó de la copa de su sombrero un gran pañuelo de yerbas; con él se enjugó el sudor que le corría por las sienes; luego respiró profundo, mientras empujaba tímidamente la puertecilla de la choza.
Crisanta, cubierta con un sarape desteñido, yacía sosegada. Altagracia retiraba ahora de la lumbre una gran tinaja con agua caliente, y el médico, con la camisa remangada, desmontaba la aguja de la jeringa hipodérmica.
— Hicimos un machito —dijo con voz débil y en la aglutinante lengua zoque Crisanta cuando miró a su marido. Entonces la boca de ella se iluminó con el brillo de dos hileras de dientes como granitos de elote.
— ¿Macho? —preguntó Simón orgulloso—. Ya lo decía yo..
Mi abuela decía que si pariéramos los hombres los matrimonios nunca tendrían más de tres hijos, si alternaban y empezaba la mujer. El primero, de ella; el segundo, de él; el tercero, de ella... y cuando le tocara de nuevo al marido no querría repetir experiencia y tomaría medidas para evitarlo.
ResponderEliminarUn abrazo.