miércoles, 3 de septiembre de 2025

0755: El niño que pidió ser devuelto

Estaba sentado en el sofá de la sala, con sus piernas cortas balanceándose, sin poder tocar el suelo. Sus ojos almendrados me miraban con una tristeza que jamás había visto en ellos.

—Mamá si no van a quererme como soy, mejor devuélvanme.

Se me cortó la respiración. Las palabras se me atasacaron en la garganta como piedras. Miguel había estado viviendo con nosotros desde hacía dos años, desde que tenía seis. Recordé el día que lo conocimos en el hogar de niños, cómo se acercó tímidamente y me regaló un dibujo de una familia: un papá, una mamá y un niño pequeño tomados de la mano bajo un sol amarillo brillante.

—¿Por qué dices eso, mi amor? 

Miguel bajó la mirada y comenzó a jugar con los bordes de su camiseta favorita, esa de superhéroes que insistía en usar todos los días.

—Porque ayer escuché cuando papá habló por teléfono. Dijo que era muy difícil, que no sabía si podíamos... —su voz se quebró— que no sabía si podíamos seguir así.

Mi mundo se desmoronó. Era cierto. La noche anterior, Roberto había hablado con su hermana. Habían sido meses agotadores: las terapias, las citas médicas constantes, los problemas en la escuela, las miradas de lástima de los otros padres. Yo misma había tenido momentos de duda, momentos en los que me preguntaba si realmente estábamos preparados para esto.

—Miguel, mi vida —me senté junto a él y tomé sus pequeñas manos—. Papá estaba preocupado, eso es todo. A veces los adultos decimos cosas cuando estamos cansados que no queremos decir de verdad.

—Pero yo sí soy difícil —murmuró—. No aprendo tan rápido como los otros niños. Me demoro más en todo. Y a veces me porto mal cuando no entiendo las cosas.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Este niño, mi niño, había estado cargando con esa culpa, sintiendo que él era el problema.

—¿Sabes qué, Miguel? Ven acá.

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpecito cálido contra el mío. Olía a champú de bebé y a las galletas que habíamos horneado esa mañana.

—Cuando tú llegaste a nuestra casa —le dije, acariciando su cabello castaño—, llenaste todos los rincones vacíos que ni siquiera sabíamos que existían. ¿Te acuerdas de tu primera noche aquí? No podías dormir y viniste a nuestro cuarto. Papá te dejó acostarte en medio de nosotros, y por primera vez en años, yo dormí completo.

Miguel levantó la cabeza para mirarme.

—¿En serio?

—En serio. Y sí, a veces es difícil. Pero ¿sabes qué más es difícil? Levantarme todas las mañanas sin tu risa. Es difícil imaginar esta casa sin tus dibujos pegados en el refrigerador. Es difícil pensar en hacer galletas sin ti, porque tú eres el único que sabe exactamente cuántas chispas de chocolate necesita cada una.

Roberto apareció en la puerta de la sala. Había llegado del trabajo y había escuchado parte de nuestra conversación. Se acercó y se arrodilló frente a Miguel.

—Hijo —le dijo, y mi corazón se hinchó al escucharlo llamarlo así—, yo hablé con la tía Carmen porque estaba preocupado. Pero no por ti. Estaba preocupado porque quería asegurarme de que te estuviéramos dando todo lo que necesitas. Quería saber si había más cosas que podíamos hacer para ayudarte.

Miguel nos miró a ambos con esos ojos grandes y llenos de esperanza.

—¿No me van a devolver?

—Miguel —dije, tomando su cara entre mis manos—, tú no eres algo que se devuelve. Tú eres nuestro hijo. Para siempre. En las buenas y en las no tan buenas. Cuando estés feliz y cuando estés triste. Cuando las cosas sean fáciles y cuando sean difíciles.

—Además —agregó Roberto con una sonrisa—, ¿quién más me va a ganar jugando memoria? Tienes una memoria increíble, campeón.

Por primera vez en días, Miguel sonrió. Esa sonrisa que ilumina toda su cara y hace que sus ojos se arruguen en las esquinas.

—¿Podemos hacer galletas mañana? —preguntó.

—Podemos hacer galletas todos los días si quieres —respondí, y lo decía en serio.

Esa noche, después de que Miguel se durmiera, Roberto y yo nos quedamos despiertos hablando. Decidimos que buscaríamos más apoyo, que nos conectaríamos con otros padres, que aprenderíamos más. Pero sobre todo, decidimos que nunca más dejaríamos que nuestras dudas o preocupaciones llegaran a los oídos de nuestro hijo.

Porque Miguel tenía razón en una cosa: el amor no debería venir con condiciones. Y nosotros lo amábamos exactamente como era, con síndrome de Down y todo. No a pesar de ello, sino incluyendo cada parte de quien él es.

Al día siguiente, pegué el dibujo que me había regalado el día que lo conocimos en un marco y lo colgué en la pared principal de la sala. Tres figuras tomadas de la mano bajo un sol brillante. Nuestra familia. Completa.