lunes, 29 de septiembre de 2025

0760: “Un Don nunca usa pantalones cortos”

 En la historia de la televisión moderna, pocas anécdotas han influido tanto en la cultura popular como la misteriosa llamada telefónica que recibió James Gandolfini durante su etapa al frente de Los Soprano. “Un Don nunca usa pantalones cortos”, fueron las espeluznantes palabras que escuchó el actor desde el otro lado.


Un simple comentario anónimo no solo alteró la actitud del actor hacia su personaje, sino que además dejó una huella duradera en la representación del jefe mafioso dentro de la serie y, por extensión, en la ficción televisiva.


El mensaje inesperado en la madrugada

De acuerdo con el relato recogido en el libro Woke Up This Morning, escrito por Michael Imperioli y Steve Schirripa junto al propio Gandolfini, la llamada tuvo lugar una noche mientras el actor seguía encarnando a Tony Soprano.


Sin previo aviso, su teléfono sonó. Al contestar, una voz desconocida le transmitió un mensaje contundente: “Un Don nunca usa pantalones cortos”. La conversación no se extendió más allá; fue un saludo breve, la advertencia y, enseguida, el silencio.


Impactado por la naturaleza del mensaje, Gandolfini compartió el incidente con compañeros y miembros del equipo de producción. La reacción general osciló entre la sorpresa y la incredulidad, mientras la anécdota comenzaba a circular fuera del set. El contenido de la advertencia, sumado al tono casi ritual con que fue pronunciada, captó la atención del grupo, que enseguida comprendió la seriedad con la que algunas personas ajenas a la ficción contemplaban la imagen del capo mafioso.


Cultura y vestimenta: la importancia de los detalles

No era casual que la advertencia hiciera referencia a un código de vestimenta. En la mafia tradicional, tanto en la vida real como en la representación mediática, la formalidad y el decoro siempre fueron aspectos centrales.


Para los conocedores de la historia criminal estadounidense, la figura del Don se asocia irremediablemente con trajes oscuros, camisas bien planchadas, miradas férreas y, por supuesto, jamás pantalones cortos. Romper esa regla equivaldría a quebrar parte del mito.


El equipo creativo de Los Soprano decidió incorporar este detalle al guion. El resultado fue una escena icónica de la cuarta temporada, en la que Carmine Lupertazzi, jefe de otra familia criminal, le dice a Tony Soprano: “Un Don no usa pantalones cortos”. Así, aquello que comenzó como una advertencia anónima terminó grabado en la memoria colectiva de los seguidores, reforzando el carácter distintivo de la serie.


De la llamada a una escena memorable

La influencia de la llamada en la narrativa de Los Soprano fue evidente inmediatamente. La frase se integró de manera natural en un contexto donde la autenticidad y la precisión cultural definían el éxito de cada episodio.


La escena no solo sirvió como homenaje a los códigos reales de la mafia, sino que aportó una dimensión nueva al personaje de Tony Soprano: la de un hombre sometido también a las presiones simbólicas del mundo criminal.


Esa incorporación, lejos de ser un simple guiño, consolidó el tono realista y detallista que distinguió a la serie durante sus seis temporadas. En lugar de limitarse a retratar la brutalidad y los negocios ilícitos, Los Soprano exploraba los matices de la vida cotidiana en la mafia, donde incluso el vestuario podía convertirse en símbolo de respeto y jerarquía.


Tony Soprano, el jefe que rompió moldes

El suceso sirvió para enfatizar la naturaleza única de Tony Soprano como figura central. A diferencia de otros capos mafiosos del cine o la televisión, el personaje interpretado por Gandolfini se mostraba vulnerable, humano y, en cierta manera, rebelde hacia algunos de los rituales más estrictos de la tradición criminal.


Que Tony Soprano pudiera ser cuestionado por su vestimenta revelaba una faceta inédita del jefe mafioso: alguien capaz de transgredir normas sin perder autoridad, pero acusado de hacerlo por quienes guardaban celosamente la ortodoxia.


En ese sentido, la escena inspirada en la llamada no solo aportó humor, sino también profundidad psicológica. El público encontró en Tony Soprano una figura contradictoria: el líder imponente que dudaba, el criminal que consultaba a su terapeuta, el Don que podía cometer pequeños errores de etiqueta.


Un legado en la cultura televisiva

La llamada anónima transformó más que una escena; alteró la percepción global de la mafia en el universo de Los Soprano y en la televisión contemporánea.


La frase: “Un Don nunca usa pantalones cortos” trascendió la anécdota para convertirse en parte de la mitología de la serie.


Sirve aún hoy como ejemplo de cómo factores externos, fortuitos e insospechados pueden influir en el arte de narrar y enriquecer personajes hasta dotarlos de vida propia.


De este modo, la advertencia telefónica queda registrada como un momento clave para entender por qué Tony Soprano y la serie alcanzaron un lugar destacado en la historia cultural reciente: por su capacidad de fusionar realidad, código y ficción en un relato que aún resuena entre quienes buscan comprender los matices del poder y sus símbolos.


martes, 23 de septiembre de 2025

0759: Vergüenza es hacer cualquier cosa y no tener vergüenza: por qué queremos parecer buenos

“Es preciso decirlo, morir de vergüenza es un efecto que raramente se consigue”, dijo una vez Jacques Lacan para referirse a la situación del mundo contemporáneo, en el que nos avergonzamos de todo, pero nadie deja la vida en eso. A los minutos, cualquier incidente es olvidado y no es extraño que haya celebrities que se catapultan a la fama por actos que, en otro tiempo, habrían sido para ponerse colorados.


Por ejemplo, hace unos pocos años una célebre modelo y actriz fue tapa de una revista para adultos con un desnudo que –para la edición– implicó un sombreado en su zona baja e íntima. Esto la llevó a declarar que “de ninguna manera [sus] genitales eran negros”. Muy singularmente, su desnudez no le producía vergüenza alguna.


En el mismo seminario del que proviene la frase del comienzo, Lacan sostiene que hoy existe un “avergonzarse por no morir de vergüenza”. En otra época quedó el honor, el respeto y la dignidad. Hoy nos avergonzamos por lo que molesta nuestra imagen, por lo que hiere el narcisismo, por lo que nos baja el precio ante el ideal de turno.


En la sociedad actual, ya no se trata de ser bueno, sino de parecerlo. El ideal de ser una buena persona –constitutivo de la modernidad– quedó en el camino. Ahora es preciso que se nos vea haciendo cosas buenas, exhibirlas para que sean convincentes. Así es que vivimos en la pronunciación permanente, poniéndonos del lado de la grieta que creemos correcto.


El problema es que cada pronunciamiento dura lo que dura la causa de la semana, dado que a la siguiente el tema es otro y hay que volver a pronunciarse, cambiar el marco de la red social, indignarse donde haga falta y que, por supuesto, nada cambie. Porque no nos jugamos la vida en lo que hacemos, solo reclamamos una pertenencia.


En el siglo XIX, Dostoievski nos enseñó que un culpable puede hacer de todo para que, finalmente, le llegue un castigo. En el XX, Kafka puso de manifiesto que la culpa puede no estar ligada a ningún acto y vagar errante, para conocer sus motivos inconscientes. En el XXI, la culpa cedió su lugar a la vergüenza como afecto fundamental del sujeto.


Por Luciano Lutereau

 

 

jueves, 18 de septiembre de 2025

0758: Charles Bukowski

Me trasladaron a una habitación con un negro y un blanco. El blanco tenía rosas frescas todos los días. Cultivaba rosas que vendía a las floristerías. No cultivaba rosas entonces, sin embargo. El negro había reventado como yo. El blanco estaba mal del corazón, muy mal. Allí estábamos, y el blanco hablaba de criar y cultivar rosas y de que ojalá pudiese fumar un cigarrillo, Dios mío, cómo necesitaba un cigarrillo. Yo había dejado de vomitar sangre. Ya sólo la cagaba. Tenía la sensación de haber conseguido salir del agujero. Acababa de vaciar una pinta de sangre y habían retirado la aguja.

—Te conseguiré unos cigarrillos, Harry.

—Oh Dios mío, gracias, Hank.

Me levanté de la cama.

—Dame dinero.

Me dio unas monedas.

—Si fuma morirá —dijo Charley. Charley era el negro.

—Cuentos, Charley, un par de cigarrillos no hace daño a nadie.

Salí de la habitación y crucé el vestíbulo. Había una máquina de cigarrillos en el vestíbulo de recepción. Saqué un paquete y volví.

Luego, Charley, Harry y yo nos pusimos a fumar. Era por la mañana. Hacia el mediodía pasó el médico y le colocó una máquina a Harry. La máquina escupía y pedorreaba y gruñía.

—¿Ha estado usted fumando, verdad? —dijo el doctor a Harry.

—No, doctor, de veras, no he fumado.

—¿Quién de ustedes compró esos cigarrillos?

Charley miró al techo. Yo miré al techo.

—Si fuma usted otro cigarrillo, morirá —dijo el médico.

Luego, cogió su máquina y se largó. En cuanto se fue, saqué la cajetilla de debajo de la almohada.

—Dame uno —dijo Harry.

—Ya oíste lo que dijo el médico —dijo Charley.

—Sí —dije yo, exhalando una bocanada de maravilloso humo azul—. Ya oíste lo que dijo el médico: «Si fuma otro cigarrillo, morirá».

—Prefiero morir feliz a morir amargado —dijo Harry.

—No puedo hacerme responsable de tu muerte, Harry —dije—. Le pasaré los cigarrillos a Charley, y si él quiere darte uno, es asunto suyo.

Se los pasé a Charley, que tenía la cama del centro.

—Bueno, Charley —dijo Harry—, pásamelos.

—No puedo hacerlo, Harry. No puedo matarte, Harry.

Charley me devolvió los cigarrillos.

—Vamos, Hank, déjame fumar uno.

—No, Harry.

—¡Por favor, to lo suplico, sólo uno!

—¡Maldita sea!

Le tiré la cajetilla. Le temblaba la mano al sacarlo.

—No tengo cerillas. ¿Quién las tiene?

—Maldita sea —dije.

Le tiré las cerillas…

Vinieron y me enchufaron otra botella. A los diez minutos llegó mi padre. Venía con él Vicky, tan borracha que apenas si podía sostenerse en pie.

—¡Querido! —dijo—. ¡Querido mío!

Dio un traspié contra el borde de la cama.

Miré al viejo.

—Hijo de puta —dije—. No tenías que haberla traído borracha.

—Querido, ¿no querías verme, eh? Dime, querido…

—Te advertí que no te comprometieras con una mujer como ésta.

—Está hundida. Tú, cabrón, le compraste whisky, la emborrachaste y luego la trajiste aquí.

—Ya te dije que no era buena, Henry. Te dije que era una mala mujer.

—¿Pero es que ya no me amas, queridito mío?

—Sácala de aquí… ¡INMEDIATAMENTE! —le dije al viejo.

—No, no, quiero que veas qué clase de mujer tienes.

—Sé qué clase de mujer tengo. Ahora sácala de aquí inmediatamente, o si no te juro que me arranco esta aguja del brazo y te la clavo en el culo.

El viejo se la llevó. Me derrumbé en la almohada.

—Es guapa —dijo Harry.

—Lo sé —dije—, lo sé…

Dejé de cagar sangre y me dieron una lista de lo que tenía que comer y me dijeron que si bebía un sólo trago moriría. Me dijeron también que moriría si no me operaba. Tuve una terrible discusión con una doctora japonesa sobre operación y muerte. Yo había dicho «nada de operación» y ella salió de allí meneando el culo furiosa. Harry aún seguía vivo cuando me fui, tenía escondidos los cigarrillos.

Salí a la claridad del sol para ver cómo era. Estaba muy bien, perfectamente. Pasaban los coches. La acera era tan acera como lo había sido siempre. Dudé entre coger un autobús y probar a llamar por teléfono a alguien para que viniese a recogerme. Entré a llamar por teléfono en aquel bar. Primero me senté y fumé un cigarrillo.

El encargado se acercó y le pedí una botella de cerveza.

—¿Cómo va esa vida? —me preguntó.

—Como siempre —dije

Se fue. Eché cerveza en el vaso y luego miré el vaso un rato y luego me bebí la mitad de un trago. Alguien echó una moneda en el tocadiscos y hubo un poco de música. La vida parecía algo más agradable, mejor. Terminé por fin aquel vaso, me serví otro y me pregunté si aún se me alzaría el rabo. Eché un vistazo al bar: ninguna mujer. Hice lo mejor que podía hacer: alcé el vaso y lo vacié de un trago.

FIN


Charles Bukowski - Vida y muerte en el pabellón de caridad

Autor: Charles Bukowski

Título: Vida y muerte en el pabellón de caridad

Título Original: Life and Death in the Charity Ward

 

viernes, 12 de septiembre de 2025

0757: «¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!»

11 de septiembre de 1973

Ese martes, Víctor Jara escuchó desde su casa las últimas palabras de su amigo y presidente, Salvador Allende, emitidas desde La Moneda en pleno bombardeo.

El cantautor de 40 años se despidió de su esposa, Joan Jara, tomó su guitarra y se fue a la Universidad Técnica del Estado (UTE), hoy la Universidad de Santiago de Chile. Allá, se encontró con sus estudiantes y sus colegas profesores y juntos decidieron pasar la noche en el lugar para hacer resistencia a las primeras horas de la dictadura.

12 de septiembre de 1973

La mañana del miércoles, la UTE fue asediada por tropas militares que ingresaron a la universidad y tendieron a todos los que se encontraban en su interior, sobre el patio principal, entre ellos Víctor Jara y su guitarra.

Los hombres, entre esas casi 600 personas, fueron llevados al Estadio Chile, recinto deportivo que había sido convertido en centro de detención y tortura.

Cuando iba ingresando al recinto, con las manos en la nuca, como el resto de los prisioneros, Víctor es reconocido por uno de los oficiales. «A ese hijo de puta me lo traen para acá», gritó. Jara fue sacado de la fila con un golpe de culata tan brutal, que cayó ante el militar, quien comenzó a pegarle.

Para no olvidar

«Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al fascista. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar, pero siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente», recuerda uno de los detenidos testigo, Boris Navia.

Lo condujeron con otros oficiales, siendo exhibido casi como un trofeo. Esa noche fue interrogado y torturado, permaneciendo después bajo custodia en uno de los pasillos del lugar, sin ingerir alimentos ni agua.

La tortura

13 y 14 de septiembre de 1973

Durante esos días, sus compañeros cuentan que el militar que lo vigilaba abandonó su puesto, y ellos aprovecharon ese instante para ayudarlo.

Lo arrastraron desde los pasillos de los camarines hasta la cancha principal, y lo escondieron entre las gradas con los otros miles de detenidos. Según cuentan quienes estuvieron con él, se encontraba muy mal herido. Uno de los compañeros le cortó el cabello con un corta uñas para intentar camuflar sus característicos y abultados rizos.

Otro de los detenidos, sabiendo que Víctor no había comido ni bebido, consiguió que un militar le regalara un huevo crudo, que le pasaron a Víctor. Él le hizo un orificio por uno de sus costados y bebió su contenido. «Ahora mi corazón late como campana», dijo, y habló de Joan y sus dos hijas.

Fue allí cuando se enteran que dos compañeros saldrían libres y todos comienzan a escribir mensajes para ser llevados a sus familiares. En una pequeña libreta, Víctor escribe sus últimos versos: «Canto que mal que sales cuando tengo que cantar espanto. Espanto como el que vivo, espanto como el que muero».

Pese al intento de los presos, los efectivos del ejército lo descubrieron y lo golpearon, frente a todos, con mayor intensidad, antes de llevarlo de regreso a los pasillos donde vuelven a interrogarlo, insultarlo y torturarlo.

15 de Septiembre de 1973

Al anochecer de ese sábado, trasladan a los prisioneros desde el Estadio Chile al Estadio Nacional. Al salir, atraviesan un recinto en el que había entre 30 y 40 cadáveres. Boris Navia reconoce el rostro de Víctor Jara entre ellos. «Todos están acribillados y tienen un aspecto fantasmagórico, cubiertos de polvo blanco que cubre sus rostros y seca la sangre. Reconozco a Víctor en primer lugar», dice Navia.

Horas antes, Víctor Jara había sido llevado por última vez a una de las habitaciones de los camarines del recinto. Allí, le quebraron las manos a pisadas y culetazos, lo obligaron a intentar tocar una guitarra, se burlaron del músico, lo abofetearon, lo torturaron.

«¡Cantante marxista, comunista conchatumadre, cantor de mierda». Quien más lo insultó fue el teniente Edwin Dimter Bianchi, conocido como El Príncipe. Los militares comenzaron a jugar a la ruleta rusa, poniéndole un arma en la sien y dejando cada intento a la suerte, hasta que una de las balas se descarga matando a Víctor Jara.

El soldado José Paredes Márquez testificó que el cuerpo del músico cayó de costado y con convulsiones. El Príncipe ordenó que lo acribillaran, y así, le clavaron otros 43 tiros.

16 de septiembre de 1973

Durante la madrugada, dos vecinas de una población cercana al Cementerio Metropolitano de Santiago, encuentran en un sitio baldío seis cuerpos. Al darlos vuelta, se dan cuenta que uno de ellos es Víctor Jara. Junto a otras personas, lo llevan al Servicio Médico Legal. Allí, uno de los funcionarios también lo identifica y le avisa a su esposa, Joan Jara.

El cuerpo del cantautor chileno tenía 44 impactos de bala: 2 en la cabeza, 6 en las piernas, 14 en los brazos y 22 en la espalda. Gracias a la ayuda de otros compañeros, Joan logra sacar a su amor del SML y lo entierra en un nicho en el Cementerio General de Santiago, la placa no lleva nombre, para que los militares no puedan dar con él y desaparecerlo, como lo hicieron con tantos hombres y tantas mujeres.

50 años después, el 27 de agosto de 2023, la Corte Suprema de Chile condena a siete militares en retiro a penas de hasta 25 años de prisión por el secuestro y muerte de Víctor Jara, días después del golpe de Estado. Tenía 41 años.

Los exoficiales del Ejército Raúl Jofré, Edwin Dimter, Nelson Haase, Ernesto Bethke, Juan Jara y Hernán Chacón deberán pagar 15 años por el asesinato de Jara, además de 10 años por el secuestro, según el fallo.

El militar Rolando Melo recibió una pena de ocho años por encubridor. Con edades entre los 73 y 85 años, los condenados siguieron el proceso en libertad, pero serán conducidos a prisión.

Otro de los acusados como autor material, Pedro Barrientos, está requerido en extradición desde Estados Unidos. 

 

miércoles, 10 de septiembre de 2025

0756: 150 refranes cortos muy populares (y su significado)

3. A llorar al valle.

Que vayan a contar sus penas a otro.

15. Preguntando se llega a Roma.

Pedir ayuda cuando no sabemos algo nos dará los instrumentos para alcanzar nuestro objetivo.

33. Quien tiene boca se equivoca.

Todos cometemos errores, somos personas.

40. Gota a gota, la mar se agota.

Con el pasar del tiempo se llega a alcanzar cualquier meta.

49. Más claro no canta un gallo.

Algo que es evidente a todas luces, no se puede interpretar de otra manera.

56. Se puede llevar el caballo al río, pero no se le puede obligar a tomar agua.

Hace referencia a que podemos dar nuestro consejo a un allegado, pero depende de este seguirlo o no.

59. La lengua es el castigo del cuerpo.

Hablar demasiado puede pasarnos factura, no debemos ser bocazas.

71. No hay quinto malo.

El poder de nuestra perseverancia nos hará realizar nuestro objetivo.

86. Sarna con gusto no pica.

Un mal que es aceptado de buen grado no nos causa molestia.

87. Jaula nueva, pájaro muerto.

Realizar ciertos cambios de última hora puede llevarnos a un peor desenlace.

96. Burro grande, ande o no ande.

Es importante no dejarnos impresionar por los detalles superfluos y valorar aquello que realmente necesitamos, lo que se ajusta a lo que queremos de verdad.

113. La campana no va a misa, pero avisa.

Una advertencia sobre la importancia de saber detectar los avisos de que algo podría salir mal.

123. A gusto de los cocineros comen los frailes.

El resultado final de una empresa depende de quien manda pero también de quien obedece.

128. Oveja que bala bocado que pierde.

El que se despista o pierde la concentración puede pagar un alto precio por ello.

150. Más vale un “toma” que dos “te daré”.

Lo seguro y presente vale más que promesas futuras.


 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

0755: El niño que pidió ser devuelto

Estaba sentado en el sofá de la sala, con sus piernas cortas balanceándose, sin poder tocar el suelo. Sus ojos almendrados me miraban con una tristeza que jamás había visto en ellos.

—Mamá si no van a quererme como soy, mejor devuélvanme.

Se me cortó la respiración. Las palabras se me atasacaron en la garganta como piedras. Miguel había estado viviendo con nosotros desde hacía dos años, desde que tenía seis. Recordé el día que lo conocimos en el hogar de niños, cómo se acercó tímidamente y me regaló un dibujo de una familia: un papá, una mamá y un niño pequeño tomados de la mano bajo un sol amarillo brillante.

—¿Por qué dices eso, mi amor? 

Miguel bajó la mirada y comenzó a jugar con los bordes de su camiseta favorita, esa de superhéroes que insistía en usar todos los días.

—Porque ayer escuché cuando papá habló por teléfono. Dijo que era muy difícil, que no sabía si podíamos... —su voz se quebró— que no sabía si podíamos seguir así.

Mi mundo se desmoronó. Era cierto. La noche anterior, Roberto había hablado con su hermana. Habían sido meses agotadores: las terapias, las citas médicas constantes, los problemas en la escuela, las miradas de lástima de los otros padres. Yo misma había tenido momentos de duda, momentos en los que me preguntaba si realmente estábamos preparados para esto.

—Miguel, mi vida —me senté junto a él y tomé sus pequeñas manos—. Papá estaba preocupado, eso es todo. A veces los adultos decimos cosas cuando estamos cansados que no queremos decir de verdad.

—Pero yo sí soy difícil —murmuró—. No aprendo tan rápido como los otros niños. Me demoro más en todo. Y a veces me porto mal cuando no entiendo las cosas.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Este niño, mi niño, había estado cargando con esa culpa, sintiendo que él era el problema.

—¿Sabes qué, Miguel? Ven acá.

Lo abracé fuerte, sintiendo su cuerpecito cálido contra el mío. Olía a champú de bebé y a las galletas que habíamos horneado esa mañana.

—Cuando tú llegaste a nuestra casa —le dije, acariciando su cabello castaño—, llenaste todos los rincones vacíos que ni siquiera sabíamos que existían. ¿Te acuerdas de tu primera noche aquí? No podías dormir y viniste a nuestro cuarto. Papá te dejó acostarte en medio de nosotros, y por primera vez en años, yo dormí completo.

Miguel levantó la cabeza para mirarme.

—¿En serio?

—En serio. Y sí, a veces es difícil. Pero ¿sabes qué más es difícil? Levantarme todas las mañanas sin tu risa. Es difícil imaginar esta casa sin tus dibujos pegados en el refrigerador. Es difícil pensar en hacer galletas sin ti, porque tú eres el único que sabe exactamente cuántas chispas de chocolate necesita cada una.

Roberto apareció en la puerta de la sala. Había llegado del trabajo y había escuchado parte de nuestra conversación. Se acercó y se arrodilló frente a Miguel.

—Hijo —le dijo, y mi corazón se hinchó al escucharlo llamarlo así—, yo hablé con la tía Carmen porque estaba preocupado. Pero no por ti. Estaba preocupado porque quería asegurarme de que te estuviéramos dando todo lo que necesitas. Quería saber si había más cosas que podíamos hacer para ayudarte.

Miguel nos miró a ambos con esos ojos grandes y llenos de esperanza.

—¿No me van a devolver?

—Miguel —dije, tomando su cara entre mis manos—, tú no eres algo que se devuelve. Tú eres nuestro hijo. Para siempre. En las buenas y en las no tan buenas. Cuando estés feliz y cuando estés triste. Cuando las cosas sean fáciles y cuando sean difíciles.

—Además —agregó Roberto con una sonrisa—, ¿quién más me va a ganar jugando memoria? Tienes una memoria increíble, campeón.

Por primera vez en días, Miguel sonrió. Esa sonrisa que ilumina toda su cara y hace que sus ojos se arruguen en las esquinas.

—¿Podemos hacer galletas mañana? —preguntó.

—Podemos hacer galletas todos los días si quieres —respondí, y lo decía en serio.

Esa noche, después de que Miguel se durmiera, Roberto y yo nos quedamos despiertos hablando. Decidimos que buscaríamos más apoyo, que nos conectaríamos con otros padres, que aprenderíamos más. Pero sobre todo, decidimos que nunca más dejaríamos que nuestras dudas o preocupaciones llegaran a los oídos de nuestro hijo.

Porque Miguel tenía razón en una cosa: el amor no debería venir con condiciones. Y nosotros lo amábamos exactamente como era, con síndrome de Down y todo. No a pesar de ello, sino incluyendo cada parte de quien él es.

Al día siguiente, pegué el dibujo que me había regalado el día que lo conocimos en un marco y lo colgué en la pared principal de la sala. Tres figuras tomadas de la mano bajo un sol brillante. Nuestra familia. Completa.