“Es preciso decirlo, morir de vergüenza es un efecto que raramente se consigue”, dijo una vez Jacques Lacan para referirse a la situación del mundo contemporáneo, en el que nos avergonzamos de todo, pero nadie deja la vida en eso. A los minutos, cualquier incidente es olvidado y no es extraño que haya celebrities que se catapultan a la fama por actos que, en otro tiempo, habrían sido para ponerse colorados.
Por ejemplo, hace unos pocos años una célebre modelo y actriz fue tapa de una revista para adultos con un desnudo que –para la edición– implicó un sombreado en su zona baja e íntima. Esto la llevó a declarar que “de ninguna manera [sus] genitales eran negros”. Muy singularmente, su desnudez no le producía vergüenza alguna.
En el mismo seminario del que proviene la frase del comienzo, Lacan sostiene que hoy existe un “avergonzarse por no morir de vergüenza”. En otra época quedó el honor, el respeto y la dignidad. Hoy nos avergonzamos por lo que molesta nuestra imagen, por lo que hiere el narcisismo, por lo que nos baja el precio ante el ideal de turno.
En la sociedad actual, ya no se trata de ser bueno, sino de parecerlo. El ideal de ser una buena persona –constitutivo de la modernidad– quedó en el camino. Ahora es preciso que se nos vea haciendo cosas buenas, exhibirlas para que sean convincentes. Así es que vivimos en la pronunciación permanente, poniéndonos del lado de la grieta que creemos correcto.
El problema es que cada pronunciamiento dura lo que dura la causa de la semana, dado que a la siguiente el tema es otro y hay que volver a pronunciarse, cambiar el marco de la red social, indignarse donde haga falta y que, por supuesto, nada cambie. Porque no nos jugamos la vida en lo que hacemos, solo reclamamos una pertenencia.
En el siglo XIX, Dostoievski nos enseñó que un culpable puede hacer de todo para que, finalmente, le llegue un castigo. En el XX, Kafka puso de manifiesto que la culpa puede no estar ligada a ningún acto y vagar errante, para conocer sus motivos inconscientes. En el XXI, la culpa cedió su lugar a la vergüenza como afecto fundamental del sujeto.
Por Luciano Lutereau
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