Desde la llegada de los dos jóvenes, la atmósfera del restaurante se ha transformado. Los dos hombres rojos guardan silencio; detallan sin incomodarse los encantos de la muchacha. El señor distinguido ha dejado el periódico y mira a la pareja complacido, casi cómplice. Piensa que la vejez es cuerda, la juventud bella; menea la cabeza con cierta coquetería: sabe que aún está hermoso, admirablemente conservado, que con su tez morena y su cuerpo delgado todavía puede seducir. Juega a sentirse paternal.
Los sentimientos de la mesera parecen más simples: se ha plantado delante de los jóvenes y los contempla con la boca abierta. Ellos hablan en voz baja. Les han servido entremeses, pero no los tocan.
Parando la oreja puedo pescar partes de la conversación.
Entiendo mejor lo que dice la mujer con su voz rica y velada.
—No, Jean, no.
— ¿Por qué no? — murmura el joven con apasionada vivacidad.
—Ya se lo he dicho.
—Esa no es una razón.
Se me escapan unas palabras; después la mujer hace un gesto encantador de cansancio:
—He probado demasiadas veces. Ya pasé la edad en que se puede empezar a vivir de nuevo. Soy vieja, ¿sabe?
El joven se ríe con ironía. Ella prosigue:
—No podría soportar una... decepción.
—Hay que tener confianza —dice el joven—; así como está, en este momento, usted no vive.
Ella suspira:
— ¡Lo sé!
—Mire a Jeannette.
—Sí—dice ella con un mohín.
—Bueno, a mí me parece muy bien lo que ha hecho. Ha tenido coraje.
—Pero—dice la muchacha— ella casi se precipitó sobre la ocasión. Le diré que si yo lo hubiese querido, habría tenido cientos de ocasiones de ese tipo. Preferí esperar.
—Tuvo usted razón —dice él tiernamente—, tuvo usted razón de esperarme.
La mujer ríe a su vez:
— ¡Qué vanidoso! Yo no he dicho eso.
No los escucho más: me irritan. Se acostarán juntos. Lo saben.
Cada uno sabe que el otro lo sabe. Pero como son jóvenes, y como cada uno quiere conservar su propia estima y la del otro, como el amor es una gran cosa poética que es preciso no espantar, van varias veces por semana a los bailes y a los restaurantes a ofrecer el espectáculo de sus pequeñas danzas rituales y mecánicas...
Después de todo, hay que matar el tiempo.
Son jóvenes y robustos, todavía tienen para una montaña de polvos.
Entonces no se dan prisa, se demoran y no están equivocados. Cuando se hayan acostado juntos, habrá que buscar otra cosa para ocultar el enorme absurdo de la existencia. Con todo... ¿es absolutamente necesario engañarse?
(Jean Paul Sartre La Náusea)
Despues de acostarse juntos ya no hay nada mas que hablar.
ResponderEliminarBeso Chaly