miércoles, 21 de diciembre de 2011

164: Yo soy el primero en admitir que muchas cosas de las que he hecho no son morales. Pero lo que hice fue a sabiendas de lo que hacía, y no me engañé nunca acerca de la verdadera naturaleza de mis actos

— ¿Sales de paseo?
—Ya lo ves
— ¿Al centro?
—Es probable.
— ¿Me permites acompañarte?
Ella, sin poder contenerse más, le replicó con voz exasperada:
—Te ruego que me dejes en paz. Ya no me queda ni la libertad de pasear sola en mi coche.
Hizo él como que no la había oído, e insistió:
—Estás hoy más hermosa que nunca.
—Haces mal en fijarte en mi hermosura, porque yo te juro que jamás volveré a tener sexo contigo.
-¿Cómo dices?
— ¡Ya está ahí el de siempre! ¿Cómo dices? ¿Cómo dices? Pues bien: ¿te empeñas en que te lo diga?
—Sí.
— ¿En que yo te lo diga todo?
—Sí.
— ¿Todo lo que llevo como un peso colocado en el corazón?
—Sí.
—No estoy es dispuesta a seguir siendo la mártir de perpetua maternidad que me vienes imponiendo desde hace once años.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Sí que me entiendes. Hace tres meses que di a luz a mi último hijo, y ya te parece a ti que es hora de que vuelva a estar encinta.
— ¡Desvarías!
—No. Tengo siete hijos y treinta y dos años; hace sólo once que nos casamos.
—No te tolero que sigas hablando de ese modo.
—Me has tenido coge que coge durante once años a una existencia de yegua madre, recluida en una casa de remonta. Quieres a tus hijos como a otras tantas victorias conseguidas, no porque lleven tu sangre. Son victorias obtenidas sobre mí, sobre mí juventud, sobre mi belleza, sobre mis encantos, sobre los piropos que me dirigían y sobre las que, sin decírmelas directamente, se susurraban en voz baja a mi alrededor.
—Quiero a mis hijos, ¿lo oyes? Es vergonzoso oír a una madre expresarse como lo has hecho tú.
— ¿Crees que soy una mujer creyente?
—Sí —balbuceó él, sorprendido.
— ¿Estás convencido de que creo en Dios?
—Desde luego.
— ¿Me supones capaz de jurar en falso delante de un altar en el que está guardado el cuerpo de Cristo?
—No.
— ¿Quieres acompañarme a una iglesia?
— ¿Para qué?
—Ya lo verás. ¿Quieres?
—Si te empeñas, sí.
Marido y mujer no cambiaron entre sí una sola palabra en todo este trayecto. Cuando el coche se detuvo delante de la puerta del templo, la señora saltó al suelo, y entró en él, seguida a pocos pasos por el marido.
—Lo que tengo que decirle es esto. No me asusta nada y puede hacer lo que mejor que te parezca. Puedes divorciarte si te parece bien. ¡¡Uno de tus hijos no es tuyo!! Lo juro delante de Dios que me está escuchando. Era la única venganza que podía tomarme, de tu depravada tiranía de macho alfa, de perpetua preñez a que me tienes condenada. ¿Que quién fue el coronador? No lo sabrás jamás. Sospecharás de todos, pero no lograrás descubrirlo. Me di a él sin amor y sin placer, sólo por engañarte. Y también él me hizo madre, como tú. Son siete los que tengo, ¡búscalo! Tú me has obligado a que te lo confiese hoy. No tengo más que decirte.

¿Qué hará su marido? ¿Habrá regresado a casa? ¿Qué habrá meditado, qué tramará, qué tendrá resuelto ese hombre cogedor, arrebatado, dispuesto siempre al sexo?
Dieron las ocho, y casi en el acto dieron dos golpes en la puerta.
—Adelante.
— ¿Me juras aquí, en medio de tus hijos, que lo que hace un rato me dijiste era verdad?
—Juro sobre la cabeza de mis hijos que lo que le he dicho es la verdad.
El salió sin agregar palabra.
—No le den importancia, hijitos. Su papá ha tenido hace un rato un gran disgusto, y sufre mucho todavía. En cuanto pasen unos días ya no le importará nada.
Terminada la cena, pasó al living con toda su pollada. Hizo charlar a los mayores, contó cuentos a los más pequeños, y cuando llegó la hora de acostarse todos, les dio un beso muy largo, los envió a dormir, y se retiró sola a su habitación.
Las horas pasaban; sonaban las horas en el reloj. Se apagaron todos los ruidos del edificio. Únicamente se oía a lo lejos, a través de las tapicerías de los muros, el retumbo suave y lejano de los coches en las calles.
Las primeras luces del día se deslizaron por debajo de los flecos de las cortinas, y él no había aparecido todavía en el cuarto. Entonces ella comprendió que no volvería nunca más, y se quedó turulata.

Sentados el uno al lado del otro dentro del coche que los llevaba a casa, no despegaban los labios. Pero, de pronto:
— ¡Gabriela!
— ¿Qué quieres?
— ¿No te parece que esto ha durado ya bastante?
— ¿A qué te refieres?
—Al suplicio ignominioso a que me tienes sometido desde hace seis años.
—Yo nada puedo hacer.
— ¿Cuál de ellos es? Dímelo de una vez.
—Jamás.
—Piensa que ya no puedo mirar a mis hijos ni sentirlos a mi lado sin que la duda me destroce el alma. Dime cuál de ellos es, y yo te juro que perdonaré y que lo trataré igual que a los demás.
—No tengo derecho a obrar de esa manera.
— ¿No ves que ya no puedo soportar más esta vida, esta idea que me corroe, esa
pregunta que me formulo constantemente y que constituye mi tormento cada vez que los miro? Acabaré por volverme loco.
—Entonces, ¿has sufrido mucho?
—De un modo espantoso. Sin ese sufrimiento no me habría resignado yo al horror de vivir al lado de ti ni al horror, más grande todavía, de saber que hay entre ellos uno, que yo no puedo saber cuál es, que me impide querer a los otros.
Ella insistió:
— ¿De modo que has sufrido, real y verdaderamente?
El marido le contestó con acento que delataba su dolor:
— ¿No te vengo repitiendo todos los días que ya no puedo soportar más semejante
suplicio? ¿No será éste?" Y desde hace seis años me he conducido correctamente contigo, y he sido cariñoso y complaciente. Dime la verdad, y yo te juro que no haré nada malo. Te lo ruego, te lo suplico.
Ella dijo con voz muy queda:
—Quizás he sido más culpable de lo que tú supones; pero yo no podía, te lo aseguro, continuar con aquella vida odiosa de perpetua preñez. Sólo un recurso tenía para alejarte de mí vagina. Mentí delante de Dios, y mentí cuando juré con la mano levantada sobre la cabeza de mis hijos, porque jamás te he engañado.
— ¿Es cierto?
—Es cierto.
Pero él, estremecido de angustia, gimió:
— ¡Ahora me voy a ver envuelto en nuevas dudas, y no saldré de ellas jamás! ¿Cuándo mentiste, entonces o en este momento? ¿Cómo voy a creerte lo que me dice? ¿Cómo dar fe, después de esto, a las palabras de una mujer? No conseguiré nunca sabré a qué atenerme. Hubiera preferido que me dijeses: "Es Santiago o es Juana..."

(Adaptado, a la época actual con el perdón de Guy)

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Galimatías! y ahora estoy seguro que según usted va de rompe corazones y solo es un calzones que flipa..!

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  3. Maupassant?
    lo has adaptado muy bien!

    buen comienzo de año Chaly!!!!
    besos

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