martes, 10 de noviembre de 2015

586: El último ojal

Fue el otro día, en Gijón. Era domingo y hacía sol, y la playa, y el paseo marítimo, estaban a tope de gente remojándose en el agua o apoyada en la barandilla de arriba, mirando el mar. Todo apacible y muy de color local, gente de allí en plan familiar, sin apenas guiris. Era agradable estar de codos en la balaustrada, observando la playa y las velas de dos barquitos que cruzaban lentamente la ensenada. Había una cría dormida sobre una toalla junto a la orilla, y chiquillos que alborotaban entre los bañistas, y jovencitas en púdicos bikinis y mamás y abuelas en bañador respetable que charlaban mojándose los pies. Y un niño rubito y tenaz, un tipo duro que había hecho un castillo de arena y estaba sentado dentro, reconstruyendo impasible la muralla cada vez que el agua la lamía, desmoronándola. Lo que, por cierto, no es mal entrenamiento de vida cuando apenas se han cumplido siete años.
La pareja no me habría llamado la atención —había docenas semejantes— de no ser porque vi el gesto de la mujer. Eran dos abuelitos que habían estado un rato a remojo. Llevaba ella un vestido de esos veraniegos para señora mayor, estampado, con botones por delante, y una cinta en el pelo que le recogía el cabello gris. Era regordeta y menuda. Él estaba en bañador, calzón de playa de color discreto, y se abotonaba despacio, con dedos torpes, los botones de la camisa gris de manga corta. Tenía las piernas flacas y pálidas, de jubilado al que le queda verano y medio, y la brisa le desordenaba el pelo blanco alrededor de la frente salpicada, como sus manos, con las motas que la vejez imprime en la piel de los ancianos.
Los dedos del hombre no acertaban con el último ojal, y vi que la mujer le apartaba delicadamente la mano y se lo abotonaba ella, y luego, con un gesto lento y tierno, le pasaba la mano por la cabeza, como si quisiera arreglarle también un poco el pelo, peinárselo con los dedos y dejarlo un poco más guapo y presentable.
Me quedé mirándolos hasta que se alejaron camino de las escaleras, y aún vi que él se apoyaba en el hombro de ella para subir los peldaños. Y me dije: ahí los tienes, Arturín, toda la vida juntos, cincuenta años viéndose el careto cada día, y los hijos, y los nietos, y cállate y lo que yo te diga, y el fútbol, y aquella época en que él volvía tarde a casa, y el mal genio, y el verlo tanto en sus momentos de hombre que se viste por los pies como en los momentos de miseria; y en vez de despreciarlo de tanto asomársele dentro, de no aguantarlo por gruñón o por egoísta, ella aún tiene la ternura suficiente para ponerle bien el pelo después de abrocharle ese último botón en el ojal. Y a lo mejor él ha sido un tío estupendo o un canalla, y eso no tiene nada que ver, y resulta compatible con el hecho de que ella, que parió sola, que se calló por no preocuparlo cuando sintió aquel bulto en el pecho, que se ha estado levantando temprano toda la vida para tener paz en una cocina silenciosa, le siga profesando una devoción que nada tiene que ver con lo que llamamos amor; o a lo mejor resulta que el amor es eso y no lo otro, ese ejercicio de lealtad que puede consistir en repeinarlo con la mano y en decirle ponte guapo, Manolo.
En que ella, que siempre fue al médico sola hasta cuando pensó que se iba a morir, entre en la consulta con él y le diga siéntate aquí, anda, estate quieto, que ahora viene el doctor. En cerrarle con disimulo la bragueta cuando él sale a pasitos cortos del servicio. En dedicarle una vida que él no siempre supo merecer.
Y ahora él depende de ella, y es ella la que lo sostiene como en realidad lo ha sostenido siempre. Y un día Manolo, o como se llame, dirá adiós muy buenas; y ella, que renunció a tantos sueños, que se impuso a sí misma un extraño deber unilateral, que no vivió nunca una vida propia que no fuera a través de él, se quedará de golpe quieta y vacía, perdida su razón de ser, con hijos y nietos que de pronto se antojan lejanos, extraños. Añorando la cadena que la ató recién cumplidos los veinte, cuando casarse, poner una casa, tener una familia, era un sueño maravilloso como el de las poesías y las películas. A lo mejor, antes de hacer mutis, él tiene tiempo, decencia y lucidez para darse cuenta de lo que ella fue en su vida.
Y entonces echará una lagrimita y le dirá eso de que lamenta haberla tenido como una esclava, etcétera. Y ella, una vez más, se callará y le pondrá bien el pelo, para que agonice guapo, en vez de decirle: a buenas horas te das cuenta, hijo de la gran puta.
[ARTURO PÉREZ-REVERTE Con ánimo de ofender]

7 comentarios:

  1. ¡Vaya selección de relato emocionante Chaly.! Es tan emocionante y tan real, que se han llenado de lágrimas mis ojos, y puedo decir que casos como este los veo casi a diario por mi trabajo. Tantas mujeres que han tenido que renunciar a sus carreras, a vivir su propia, por los suyos, y nunca han sido no ya recompensadas, ni siquiera agradecidas.
    Han habido tantas y todavía las hay, como hay tanto Arturito o Manolo o.....

    Besos Chaly, y gracias por el relato.

    ResponderEliminar
  2. Ha habido muchas mujeres así. Demasiadas.
    Por suerte los vientos han ido cambiando, y lo que han de cambiar aún.

    Bss, Chaly.

    ResponderEliminar
  3. Como dice la amiga ZARZAMORA las cosas ya van cambiando, aunque todavía largo es el trecho que queda por recorrer.

    Abrazo Chaly.

    ResponderEliminar
  4. Los tiempos por suerte han cambiado o van cambiando ... todo se perdonaba en aras matrimonio, de los hijos y del que dirán .. y supongo que la luz de una se apaga , y supongo que la salva el amor de antaño, el cariño de años y sobre todo la ternura ..
    como dice el refrán : en cada casa se cuecen habas y en la mía a paladas ( auque nadie dice ni mú)

    Pérez-Reverte como siempre un genio ¡¡


    Besos y feliz miércoles ¡

    ResponderEliminar
  5. Creo quee es la sociedad la que hace estos estereotipos. Besos.

    ResponderEliminar
  6. Hay muchas historias y abundan en muchas casa, hospitales, parques y apartamentitos donde dos viejos acompañados en toda la vida uno está mas acabado y ahí está el compañero.

    no se si en algun fragmento me acordé de mi propio abuelo, y de mi madre que sin recelos gustosos, amables, y amorosos trataron bien a su pareja (a su compañero de vida) aunque por dentro vociferaran que fueron unos hijos de la gran puta

    ResponderEliminar