— ¿Y qué aspecto debería tener esa
mujer?
—Era hermosa... era muy hermosa...
Mientras tanto ella se encogía,
diferenciándose por su intranquilidad, su cabeza agachada y su febril actividad
de todas las demás mujeres que se divertían con la escena. ¡Qué mal simulaba su
insignificancia, tratando de pasar desapercibida! Y Zavaleta ya estaba a un
paso de ella y en unos segundos iba a mirarla a la cara.
—No es gran cosa recordar únicamente que
era hermosa. Hay muchas mujeres hermosas. ¿Era alta o baja?
—Alta
— ¿Era rubia o morena?
Zavaleta se detuvo a reflexionar
—Era rubia.
Esta parte de la historia podría servir
de parábola sobre la fuerza de la belleza. Zavaleta, cuando la vio por primera
vez, se quedó tan deslumbrado que en realidad no la vio. La belleza formó ante
ella una especie de cortina impenetrable. Una cortina de luz tras la cual
estaba escondida como si fuera un velo.
Es que ella no es ni alta ni rubia. Fue
la grandeza interior de la belleza, nada más, la que le dio, ante los ojos de
Zavaleta, la apariencia de altura física. Y la luz que la belleza irradia le
dio a su pelo apariencia dorada.
Así fue cómo, cuándo Zavaleta llegó por
fin al rincón del salón en donde ella se inclinaba nerviosa sobre un ordenado,
no la reconoció.
No la reconoció porque jamás la había
visto.
A mí me gustan más las reales, las de carne y hueso, aunque no sean tan sublimes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Genial
ResponderEliminarTe has llevado el premio