El colegio convento de las ursulinas, dedicado a santa Úrsula, “parece un conejar de dios”, como decían los madrileños. Nosotros nos sentíamos como en Conejera, isla del archipiélago Balear, situada junto a la costa occidental de Ibiza.
La madre superiora, conejera, con pelo de conejo, que trata en conejas de dios, nos salió al encuentro, acercándose al investido con el que comenzó a platicar:
-Aquí, le decía, hay conejas domésticas y silvestres. Es difícil la tarea, pero como nuestra comunidad de ideas e intereses es la misma al servicio de dios, no encontramos enlace, atadura o trabazón a nuestra conexión con el arzobispado.
Se hablaban al oído, pareciendo que estaban en acto y efecto de confabularse, pues demostraban una cautela propia de narradores de cuentos o fábulas eróticas.
La madre era tan hábil en aderezar o componer confituras, manjares o drogas, como en hacer u ordenar cualquier cosa. Levantando la voz de ordeno y mando, dijo:
---Entremos en la capilla.
Entramos. Otro cura, cual gladiador confederado, hacía juegos malabares con un misal. Rezando en voz alta: “quien lleva las obladas, que taña las campanas”. Nosotros estábamos deseosos de que terminara esta mamarrachada de vino, hostias, cera, y fuéramos al patio. Una confesionera, religiosa que cuida de los confesionarios y que, por cierto, estaba como un tren, pasó el cepillo para recoger limosnas
Mi amigo y yo nos veíamos como monjes legos o viudos monásticos o judíos convertidos, disfrutando ver la hostia puesta sobre la patena y el vino en el cáliz, antes de la consagración, y esos relatos breves del cura mal expresados que manifestaban a las claras que no sabía lo que siente.
---Misa cantada por la fuerza de la sinrazón y oficiada por la paga mensual de su estado, dijo mi amigo.
---Además, dijo una ursulina amiga que estaba a nuestro lado, este sacerdote es muy leído y nos hace confesar al estilo de la confesión de Augsburgo, profesión de fe presentada por los luteranos a la Dieta de Augsburgo.
Terminó la misa con un “podéis ir en paz”, que más bien pareció un Rebuzno, por la voz ronca y fuerte que sacó el sacerdote, “quizás, también, por su excitación al ver tantas flores femeninas y tantos capullos masculinos”, como dijo mi amigo; dándonos ánimos para hacer de la convivencia un encuentro de seguridad y confianza.
Salimos al patio. En una especie de canapé natural hecho de hierbas y sobre el suelo, nos sentamos mi amigo y yo, grandullones y machuchos, y dos ursulinas amigas, cual jumentillas, dos novicias fieles de confianza. Al sentarse ellas, vimos cómo daban forma determinada a una cosa. Moldeados entre sus braguitas, unos labios anunciaban el término o lindero de ese lugar donde se confina, a veces desterrado, otras recluido, otras, aprisionado, el Amor erecto en paraje carnal contiguo o fronterizo.
Ni cortos ni perezosos, nos besamos. Hicimos noviales, aplicando al fisco del culo los bienes de nuestro sexo. Claros besos con salivas hasta formar una oración, cubriendo con baño de azúcar, frutas o semillas en almíbar nuestras lenguas y nuestros labios, mediante lo cual corroboramos nuestra fe en el sexo tan odiado, vilipendiado y, a la vez, amado por los curas.
Ellas nos tocaban los confites en forma de bolitas, nosotros el vaso o caja para confites de ellas, en esa labor menuda que tienen algunas colchas, al punto en que está incierto el resultado de Amar.
Cualquier cosa impresionaba nuestros sentidos. Y, después que ellas tributaron acatamiento burlesco a nuestro obispillo “con la rabadilla del ave”, como dijo mi amigo, nos separamos, prometiendo encontrarnos otra vez, y mejor, en los puntos donde confluyen ríos o se cruzan y reúnen los caminos.
[Sed, Daniel de Cullá]
Amén.
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