Carmen había hecho una buena boda.
Raul la quería, y era el tipo más divertido de Cuevo, además dueño de una
pequeña mercería que daba lo suficiente para vivir bien. Entusiasta y nervioso,
se lanzaba a todas las aventuras que se le ponían por delante, incluidos
negocios ruinosos, farras con los amigos, excursiones por comarcas remotas o
amoríos con cuanta profesora o enfermera que llegase al pueblo a trabajar. Carmen,
que lo trataba como a un niño, se lo perdonaba todo, hasta lo de los amoríos, porque
sabía que la seguía queriendo, y para ella eso bastaba. Por lo demás, como solía
decir sin ningún recato a sus amigas, prefería un marido infiel y feliz a un
esposo devotísimo pero mustio.
El día que cumplió los cuarenta años,
Carmen se lo encontró al llegar de la mercería justamente así como no se lo quería
encontrar, mustio, cabizbajo, tristón. Acababa de darse cuenta de que lo mejor
de su vida había pasado, le confesó. ¿Y qué había hecho? No había cumplido
ninguno de sus sueños de infancia, no había cruzado el Orinoco, ni pescado un
tiburón, ni avistado las cumbres nevadas de los Andes, lloriqueó. Así que Carmen,
abrazándolo, se lo dijo muy clarito:
—Pues vete, hijo, vete, haz todo
lo que puedas, yo me quedo aquí tan feliz.
Raul se marchó una mañana de primavera,
para no volver nunca más. No llegó a avistar las cumbres de los Andes ni cruzó
el Orinoco, pero sí que logró pescar algunos tiburones allá en el mar Caribe, donde
se instaló al descubrir que Cuba le ofrecía muchas más aventuras que Cuevo y
que una mulata de nombre Lolita reunía en sí la robustez y el descaro de todas
las maestras y enfermeras posibles, además de la santa paciencia de su esposa.
Cuando supo que su marido no pensaba
regresar a casa, Carmen no se lo tomó del todo mal, e incluso llegó a habituarse
pronto a su rara situación y a cogerle cariño a la familia que Raul iba creando
y de la que le daba puntual cuenta en sus frecuentes y tiernas cartas. Fue la
madrina por poder de la primera hija, a la que pusieron su nombre y de la que
ella se ocupó en la lejanía con toda la devoción de una madre postiza. A pesar
del escándalo de muchas de sus amigas, las fotografías de las siete criaturas
de su marido fueron alineándose con los años en la consola de su sala de estar,
junto a otra más grande en la que posaba muy sonriente y moreno el propio Raul
al lado de su mulata. A cambio, ella le envió un retrato de su boda que la
pareja de concubinos colgó en la sala de estar. Poco a poco, la gente fue acostumbrándose
a aquella situación, y llegó a ser normal que las clientas menos pacatas de la
mercería le preguntasen por la salud de su marido, la otra mujer y los niños.
La única pena de Carmen durante aquellos
años se la había provocado su cobardía: a pesar de la insistencia de Raul y hasta
de Lolita y los críos, que siempre añadían unas letras en las cartas, nunca
tuvo valor para coger un barco y plantarse allí. Estaba convencida, por alguna
extraña razón que ni ella misma podía explicarse, de que en cuanto se alejase de
Cuevo le sucedería algo malo, quizá la muerte. Y también el motivo por el cual se
quedaba porque no podía imaginarse siendo peinada por manos distintas de las de
su peinadora de toda la vida. ¿Cómo iba a arriesgarse ella a perder el poco
pelo que aún le quedaba y a que se lo cambiasen de color? Hijas, añadió, a ver
si me voy a morir por ahí hecha un adefesio. ¡Ni hablar!
Raro, muy raro y Carmen rara, muy rara y una pánfila, sin duda.
ResponderEliminarHay que arriesgar, siempre, pero también saber elegir con quien arriesgar.
Pánfila!!!!!
Besos
Carmen se escribe con "C" de Comprensión.
ResponderEliminarUn abrazo.
Desde luego tenía un motivo de peso para no ir.
ResponderEliminarComparto el comentario de Prozac.
ResponderEliminarSaludos.