domingo, 4 de septiembre de 2016

732: Una novia joven y bonita

Debido a que sentía que era un joven poeta, sentía asimismo que era imperativo tener una novia también joven que, de preferencia, fuera bonita. También eso de que fuera bonita lo sentía. Un joven poeta tenía que tener una novia bonita. Eso le daba esplendor a su poesía y tornaba un poco más aceptables sus poemas de amor. Yo a veces leía poemas de amor de poetas pertenecientes a la generación anterior. Los versos cantaban loas a una chica de cuerpo delgado que tenía un par de pechos pícaros y ojos como estanques del bosque y que en la profunda espesura ocultaba una fuente eternamente húmeda a la que el poeta acercaba los labios para calmar su sed. El cabello de la amada era como el trigo dorado que resplandece en los campos en verano, y solía ser peinado a la luz de la luna, cuando ella estaba ensimismada y todo su ser era un misterio maravilloso. A veces te encontrabas con alguno de esos viejos poetas, acompañado por su mujer en contadas ocasiones. Por lo general la dejaba en casa fregando los trastos, lo cual era entendible, porque lo que tenía a su lado no se parecía en nada a la desenfadaba y sensual ninfa del bosque que evocaba en sus sonetos, sino más bien a una cubre tetera con los puntos estirados, tejida durante una reunión de comadres. Eso te reforzaba en la convicción de que la poesía de la generación anterior era pura mentira y engaño. Poesía que trataba tan sólo de dos temas: de la amada que poseían o que acababan de perder, o bien de lo efímero de la existencia. Lo efímero les resultaba un tema inagotable. Sobre todo el otoño los atormentaba. En esa estación producían ciclos interminables en los que se regodeaban al comprobar que todo había terminado, terminado, ¡oh, sí!, terminado de una vez y para siempre. Y si aún no se había terminado, pronto se terminaría. Nada se salvaba de esa lluvia que emanaba de las líneas de aquellos poemas.
Y así, casi sin pensarlo, un buen día di con mi novia joven y bonita. Me enamoré de ella en el acto. O al menos me asaltó un sentimiento que aún no conocía y del que supuse que era enamoramiento. Por su parte, ella me dio a entender que yo tampoco le era totalmente indiferente. Yo era un poeta joven, pero no apuesto. Una novia joven y bonita con un poeta joven y apuesto probablemente habría sido demasiado. Mucho más convincente resultaba la combinación de un poeta joven y feo con una novia joven y bonita. En tal caso, es imposible que la poesía del poeta joven y feo no sea buena, porque si no ¿cómo habría conseguido una novia así, joven y bonita? De este modo, incluso la novia tiene un mérito adicional, porque una belleza que prefería a un tipo feo que escribe poesía obviamente no podía ser una rubia tonta. Por otra parte, no era rubia, sino cobriza. En todo caso: ambas partes salían beneficiadas.
Pero en esos años lo que más escaseaba acá eran las novias jóvenes y bonitas, lo cual empujaba a muchos hombres a emprender viaje al Bení o a Santa Cruz porque por esos pagos parecía que si tenías suerte podías enganchar alguna. Tal empresa podía costarte un dineral, porque el viaje ya te tomaba dos o tres días y estando fuera de casa tenías que contemplar los gastos de alojamiento, alimentación y algún cigarro cada tanto. Además, había que llevarle un regalo a la desconocida futura prometida. A un joven poeta eso no le planteaba mayor inconveniente. Escribías un poema sobre una hoja de papel higiénico. Después, sólo tenías que acordarte de no usarlo en el camino.

De regreso en la ciudad con tu nueva joven novia, a menudo resultaba que se trataba de una de segunda mano, remendada, hecho del que en la oscuridad del café donde por lo general se realizaban las transacciones, más de uno no se percataba. Así, muchos jóvenes poetas terminaban cargando con novias jóvenes y feas, lo que no hacía ningún bien a su poesía. Una desventaja adicional era la dificultad para sacártela de encima. A veces, si la fortuna te sonreía, se iba con un escultor borracho o con un timbalista venido a menos.

Afuera llovía a cántaros, adentro el techo tenía goteras. Las sábanas estaban pegajosas, las hebras de las colchas estaban cubiertas por una especie de rocío y en las paredes de la habitación las manchas de humedad representaban los continentes. Ese era el contexto en el que mi novia joven y bonita y yo, su feo y joven poeta, convivíamos. Todo estaba empapado: nuestros cuerpos, de amor; nuestras ropas por la lluvia, también llamada agua del cielo. Por esos años grises, los hombres evitábamos que nos vieran bajo un paraguas. En Sucre los hombres llevaban paraguas. Ni por todo el oro del mundo querías que te confundieran con un sucrense. Eran todos unos presumidos perfumados y blandengues, temerosos de que a sus trajecitos a la moda les cayera una gotita de lluvia.
Mi novia joven y bonita sí que tenía un paraguas, un modelito elegante heredado de su madre, que era francesa. O sea, que mi novia joven y bonita era mitad francesa, y habría sido mejor que no lo fuese. Lo francés significaba oh–là–là y las piernas para arriba como en el baile del cancán y eso atraía a muchas visitas a nuestra morada con goteras. La mayoría de los pintores eran madrugadores por naturaleza, por lo que ya se presentaban en casa antes del amanecer y no dejaban de tocar el timbre hasta que les abriéramos. Mi bonita y joven novia que–además–era–mitad–francesa, se volvía a deslizar bajo las sábanas y yo preparaba café en la cocinita, mientras los pintores conversaban con ella. A veces le traían unas florcitas o una revista, que hojeaban con ella sentados en el borde de la cama. Mi novia joven y bonita dejaba un hombro descubierto y las charlas adquirían cada vez mayor brillo, en la medida en que los pintores disponían de él. Mientras yo estaba ocupado con el café, le pedían que posase para ellos en sus atelieres. Más tarde llegaban los poetas, todavía con lagañas en los ojos. Mientras que los pintores eran ávidos conversadores, los poetas creían que callar causaba mejor impresión. Además, necesitaban trago para encenderse. Pero después ya nada los paraba. Bailaban a morir y recitaban versos en todos los rincones de la habitación. Algunas veces tenía que rescatar a mi novia de la cocinita, donde algún colega poeta la había arrinconado con sus poemas. Una vez, un poeta enamora¬do se durmió en nuestra cama para luego poder ser el primero. Tarde en la noche lo empujamos al piso. Todavía hizo esfuerzos por meterse de nuevo en la cama con nosotros, pero supe resistir el asedio. «Bonnenuit, chéri», le dijo mi novia joven y bonita, y por fin reinó el silencio. Había concluido otro día en el que me había pasado casi todo el tiempo salvando nuestro amor de las codiciosas garras de mis hermanos artistas.

9 comentarios:

  1. Tenía que haberla elegido guapa fea, por aquello de las virtudes contradictorias que nos contaste el otro día.

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  2. Buenísimo. Es muy cómico, jajajaja.
    Besos

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  3. Ya se sabe que dos tetas,
    tiran más que dos carretas.
    Pregúntale a los poetas.

    Abrazo.

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  4. Si el pobre poeta con tanto trabajo no tiene tiempo para escribir, habría que recordarle lo que dijo Cicerón; que cuando se aspira al puesto más alto, hay que recordar que el segundo y tercer puesto también es honorable.

    Besos.

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  5. Le está bien empleado por imbécil.

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  6. Es difícil conseguir lo que uno quiere todo el tiempo, siempre existirá la envidia.

    Saludos,

    J.

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  7. quizás menos joven y bonita fuera menos trabajoso pero claro más aburrido también.

    Muy divertido el relato :)

    Besos!!

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  8. No siempre es saludable obtener lo que se desea con ansias.

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