Obligó a su imaginación a reconocer que,
hacía ahora dos años, había tenido una aventura. Tampoco tenía nada de malo.
Cualquier, entre cuarentaicuatro y cincuentaiocho había tenido alguna aventura,
aunque fuese sólo en un salón de té que, todas las tardes, durante una semana,
la hubiese mirado con insolencia por encima de un trozo de pastel… Y luego hubiese
desaparecido… Pero tenía que haber tenido al menos la posibilidad de vivir una
aventura o no podría seguir siendo profesora, secretaria o una pasante respetable.
Lo arrinconaba en el fondo de su memoria y, los domingos por la mañana, volvía
a sacarlo y hacías castillos en el aire pensando que era una heroína que se
paseaba al son de la pandereta y levantaba miradas encendidas… ¡O algo por el
estilo! Bueno, ¡el caso es que había tenido una aventura con aquel ser honesto
y sencillo! Tan inefablemente bueno… La típica criatura inmóvil e indefensa a
la que no debería haber tentado. Había sido como pescar en un barril, porque
tenía una esposa que siempre aparecía en las revistas mientras él se quedaba en
casa con sus libros o iba a tomar el té con su adorable, estupenda y despistada
madre. De modo que una mujer lo había tentado y él había picado… No, ¡no había
picado el anzuelo! Pero ¿por qué…? ¿Por lo bueno que era? Probablemente. ¿O tal
vez porque…? ¡Era una idea intolerable que guardaba junto al material para construir
los castillos en el aire! ¿No habría sido porque sólo le había inspirado
indiferencia? Habían orbitado el uno en torno al otro en diversas reuniones, o,
más bien, él había orbitado en torno a ella, pues en las fiestas de Edith, ella
siempre se quedaba sentada, como una estrella fija. En cambio él se paseaba por
el salón contemplando los lomos de los libros, le hablaba de vez en cuando con
gran autoridad a algún invitado y siempre acababa por acercarse a donde ella
estaba y decirle alguna trivialidad…
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