Me los imaginé a los
dos, velando a los pies de la cama, tropezando deliberadamente en los pasillos;
se me apareció nítida la imagen de mi esposa dándole una gragea a su padre mientras
que por detrás se le acercaba ese hombre, el
primo de papá, se paraba mansamente a sus espaldas y se le pegaba una
pizca, un roce de nada, mero accidente del destino al agacharse para recoger
una revista que el pobre viejo había dejado caer. Mi esposa se ponía en
guardia, pero desechaba la idea de inmediato, y el primo se aprovechaba de su
lasitud, hasta cierto punto de su inocencia, y volvía poco a poco a las
andadas, y frotaba su vientre contra las nalgas macizas de mi mujer, mi esposa
sintiéndolo y apenándose, era después de todo el primo de su padre, un primo
cada vez más solícito que sólo esperaba a que ella se inclinara (solía
inclinarse a limpiar los labios del anciano), para embestirla sin compasión ni
disimulo, imponiendo sus armas aún por debajo de la tela, jadeando levemente
cuando les deseaba a ambos, al padre y a la hija, muy buenas noches, porque lo
que era él, se iba a dormir. La historia, por supuesto, no paraba ahí. En
realidad, el primo de papá se quedaba
acechando a mi esposa, esperando que también ella le diera las buenas noches a
papá para irse a la cama, sólo que no a su cama, sino a la mía, susurrándole al oído que lo había vuelto loco, usted es la culpable, desgarrándole la
blusa (mi esposa perdía, en cada uno de sus viajes, un par de buenas blusas),
mordiéndola y empujándola hacia el hueco de la puerta donde ella aún se
resistía, se debatía entre la decencia y el furor, musitando claramente que no
y que no, hasta que el primo de papá,
harto de tanto alarde, le atrapaba una mano, se la llevaba al bulto y sollozaba
en su oreja: Mira cómo me tienes.
Nuestra pequeña hija, que viajaba siempre con su madre, andaría a esas horas
por el quinto sueño, pero mi esposa no podía permitir que la niña despertara y
no la viera a su lado, de modo que en la madrugada salía de la habitación del primo de papá hacia la suya propia,
temblando de pies a cabeza, no tanto por el fresco de la hora, como por la sensación
de gozo clandestino que, mal que bien, siempre la alebrestaba. Él le preguntaba
si se verían a la noche siguiente, ella daba la callada por respuesta y, por
supuesto, no volvía.
Pero pasados dos o
tres días, él la atrapaba en territorio neutro, pongo por caso la cocina, y mi
mujer, haciéndose la mártir, se dejaba conquistar, se abandonaba toda, se
derretía. El hombre finalmente la arrastraba hacia su madriguera, le alzaba la
bata y le aflojaba la ropa interior, siéntese
aquí, mi reina, y encima le prestaba su rostro para que enloqueciera.
En una ocasión le
pregunté la edad del primo de papá, si es muy mayor, le dije, no estará en condiciones de cuidar a tu
padre. Ella tensó el rostro y me miró de reojo: ¿quién me había dicho que el primo de papá era mayor?, tendría
cinco o seis años más que ella, no mucho más, había perdido a su mujer hacía
bastante tiempo y se sentía muy útil atendiendo al primo. Está retirado, concluyó mi esposa.
El
primo de papá se retiró muy joven.
Pensé que toda la
energía, todo el empeño, toda la voluntad de ese jodido viudo estarían
dirigidos a la obtención de un sórdido trofeo: el amor condicional de mi esposa,
que al fin y al cabo se esfumó cuando
mi suegro consiguió morir.
Desde entonces habían
pasado muchos años, mi esposa no se ausentaba nunca y, por lo tanto, cesaron
los arrebatos del reencuentro. Comenzó a vivir un poco a través de la vida de
su hija, siempre ha sido una excelente madre.
Joder con la santa esposa!!!
ResponderEliminarBesos
Mira que morirse en primo cuando más confitado estaba.
ResponderEliminarUn abrazo.
uno siempre se muere en las partes mas emocionantes... :)
ResponderEliminarMuchas gracias Chaly.
ResponderEliminarUn abrazo.
Con la cosa de primo... voy y me arrimo...
ResponderEliminarMe ha sorpredido ese desenlace, me encantan estas entradas de sorpresas.
ResponderEliminarBesos :)
Válgame con la prima...y el primo!
ResponderEliminarBesos =))))