Necesitamos enamorarnos del mismo modo que necesitamos rezar, leer, bailar,
pasear, ver una película o jugar durante horas: porque necesitamos trascender
nuestro “aquí y ahora”, y este proceso en ocasiones es adictivo. Fusionar
nuestra realidad con la realidad de otra persona es un proceso fascinante o, en
términos narrativos, maravilloso, porque se unen dos biografías que hasta
entonces habían vivido separadas, y se desea que esa unión sitúe a los
enamorados en una realidad idealizada, situada más allá de la realidad
propiamente dicha, y alejada de la contingencia. Por eso el amor es para los
enamorados como una isla o una burbuja, un refugio o un lugar exótico, una
droga, una fiesta, una película o un paraíso: siempre se narran las historias
amorosas como situadas en lugares excepcionales, en contextos especiales, como
suspendidas en el espacio y el tiempo. El amor en este sentido se vive como
algo extraordinario, un suceso excepcional que cambia mágicamente la relación
de las personas con su entorno y consigo mismas.
Sin embargo, este choque entre el amor ideal y la realidad pura se vive, a
menudo, como una tragedia. Las expectativas y la idealización de una persona o
del sentimiento amoroso son fuente de un sufrimiento excepcional para el ser
humano, porque la realidad frente a la mitificación genera frustración y dolor.
Y, como admite Freud,
“jamás nos hallamos tan a merced del sufrimiento como cuando amamos; jamás
somos tan desamparadamente infelices como cuando hemos perdido el objeto amado
o su amor”.
Otro rasgo del amor romántico en la actualidad es que en él confluyen las contradicciones:
queremos ser libres y autónomos, pero precisamos del cariño, el afecto y la
ayuda de los demás. El ser humano necesita relacionarse sexual y afectivamente
con sus semejantes, pero también anhela la libertad, así que la contradicción
es continua, y responde a lo que he denominado la insatisfacción permanente, un estado de inconformismo continuo
por el que no valoramos lo que tenemos, y deseamos siempre lo que no tenemos,
de manera que nunca estamos satisfechos. A los seres humanos nos cuesta
hacernos a la idea de que no se puede tener todo a la vez, pero lo queremos
todo y ya: seguridad y emoción, estabilidad y drama, euforia y rutina.
La insatisfacción permanente es un proceso que nos hace vivir la vida en el
futuro, y no nos permite disfrutar del presente; en él se aúna esa
contradicción entre idealización y desencanto que se da en el amor posmoderno,
porque la nota común es desear a la amada o el amado inaccesible, y no poder
corresponder a los que nos aman. La clave está en el deseo, que muere con su
realización y se mantiene vivo con la imposibilidad.
El statu quo se arraiga aún con fuerza en nuestra cultura, porque los
cuentos que nos cuentan son los de siempre, con ligeras variaciones. Las
representaciones simbólicas siguen impregnadas de estereotipos que no liberan a
las personas, sino que las constriñen; los modelos que nos ofrecen siguen
siendo desiguales, diferentes y complementarios, y nos seguimos tragando el
mito de la media naranja y el de la eternidad del amor romántico, que se ha
convertido en una utopía emocional colectiva impregnada de mitos patriarcales.
Paralelamente, multitud de mujeres han besado sapos con la esperanza de
hallar al hombre perfecto: sano, joven, sexualmente potente, tierno, guapo,
inteligente, sensible, viril, culto, y rico en recursos de todo tipo. El
príncipe azul es un mito que ha aumentado la sujeción de la mujer al varón, al
poner en otra persona las manos de su destino vital. Este héroe ha
distorsionado la imagen masculina, engrandeciéndola, y creando innumerables
frustraciones en las mujeres. El príncipe azul, cuando aparece, conlleva otro
mito pernicioso: el amor verdadero junto al hombre ideal que las haga felices.
Pese a estos sueños de armonía y felicidad eterna, las luchas de poder
entre hombres y mujeres siguen siendo el principal escollo a la hora de
relacionarse libre e igualitariamente en nuestras sociedades posmodernas; por
ello es necesario seguir luchando por la igualdad, derribar estereotipos,
destrozar los modelos tradicionales, subvertir los roles, inventarnos otros
cuentos y aprender a querernos más allá de las etiquetas.
Pues sí, totalmente de acuerdo. De todos modos tengo mis dudas respecto a si es bueno o no que los niños se crien leyendo esos cuentos como Cenicienta y el fueron felices y comieron perdices. Hay tiempo en la vida de sobra para despertar. Pero si estaría bien una mezcla de ello, quizá, no sé.
ResponderEliminarA mí no me gusta nada el enamoramiento me parece una enfermedad y cuando me ha pasado he deseado que pasara pronto para poder ver la realidad. A mí me gustan más las etapas siguientes al enamoramiento, cuando en mi opinión llega el amor de verdad cuando llega.
Y sí, hay que vivir el presente, cuesta, pero creo que es una cuestión de hábito y concentración. El pasado y el futuro no existen.
Besos.
En esta vida no se puede tener todo y siempre vas a tener que eligir, crecí con esta frase, que me decía mi madre y sí, tenía toda la razón.
ResponderEliminarLo importante saber qué estás dispuesto a dejar y qué a disfrutar una vez hecha la elección.
Los cuentos, cuentos son.
Un beso
Pues, no puedo estar más de acuerdo contigo, Chaly. El mito del amor romántico nos ha hecho mucho daño y es una lacra contra la que hay que luchar. Pero no contra el amor, por supuesto. El amor es maravilloso y necesario, pero entre iguales, y no está mal dejarse seducir por sus placeres, siempre que sepamos dónde estamos. Siempre que no nos diluyamos en el otro. Un abrazo.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo que es necesario enamorarse , tanto como el comer, pero sin despegar los pies del suelo
ResponderEliminarEstoy casi de acuerdo con todo. ¿De verdad necesitamos enamorarnos? ¿Es una necesidad? Yo no creo necesitar amor, de hecho, siempre que aparece es para problemas.
ResponderEliminarSaludos.
El día que hombres y mujeres seamos iguales serà cuando los hombres sean minoría.
ResponderEliminarBesos