A
esa hora las persianas del comedor estaban cerradas para evitar el calor del
mediodía, de modo que Manuela Retamozo necesitó un buen rato para acomodar los
ojos a la penumbra y distinguir en una de las mesas del fondo a Edgar Laredo y
el hombre joven que debía ser su hijo.
Su marido había cambiado mucho menos que ella, tal vez porque siempre fue una persona sin edad. El
mismo cuello de león, el mismo sólido esqueleto,
las mismas facciones torpes y ojos hundidos, pero ahora dulcificados por
un abanico de arrugas alegres producidas
por el buen humor. Inclinado sobre su plato,
masticaba con entusiasmo, escuchando la charla del hijo. Manuela los
observó de lejos.
Su
hijo debía andar cerca de los treinta años. Aunque tenía los huesos largos y la
piel delicada de ella, los gestos eran los de su padre, comía con igual placer,
golpeaba la mesa para enfatizar sus palabras, se reía de buena gana, era un
hombre vital y enérgico, con un sentido categórico de su propia fortaleza, bien
dispuesto para la lucha.
Manuela
miró a Edgar Laredo con ojos nuevos y vio por primera vez sus macizas virtudes
masculinas. Dio un par de pasos al frente, conmovida, con el aire atascado en el
pecho, viéndose a sí misma desde otra dimensión, como si estuviera sobre un escenario
representando el momento más dramático del largo teatro que había sido su existencia,
con los nombres de su marido y su hijo en los labios y la mejor disposición para
ser perdonada por tantos años de abandono.
En
ese par de minutos vio los minuciosos engranajes de la trampa donde se había metido
durante tres décadas de alucinaciones. Comprendió que el verdadero héroe de la
novela era Edgar, y quiso creer que él había seguido deseándola y esperándola durante
todos esos años con el amor persistente
y apasionado que Leonardo Gómez el amante por el cual abandono a su esposo e
hijo, nunca pudo darle porque no estaba en su naturaleza.
En
ese instante, cuando un solo paso más la habría sacado de la zona de la sombra
y puesto en evidencia, el joven se inclinó, aferró la muñeca de su padre y le
dijo algo con un guiño simpático. Los dos estallaron en carcajadas,
palmoteándose los brazos, desordenándose mutuamente el cabello, con una ternura
viril y una firme complicidad de la cual
Manuela Retamozo y el resto del mundo estaban excluidos.
Ella
vaciló por un momento infinito en la frontera entre la realidad y el sueño,
luego retrocedió, salió de la taberna,
abrió su parasol y volvió a su casa solitaria.
Buen relato.
ResponderEliminarNo queda mas que apechugar con las decisiones que se toman. Y después de años no volver a hacer daño cuando uno es el dolido.
Besos
Muy bien escrito. Me ha encantado.
ResponderEliminarPero mira que dejar al marido por un tío que encima ni es apasionado ni nada...
Triste final.
Besos.
Hay errores que solo pueden ser reparados con la no interferencia en la vida que se construyeron los otros.
ResponderEliminarBesos, Chaly.
Me ha encantado este relato, lo he leído con ganas.
ResponderEliminarMuy bien escrito. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn abrazo.
Linda. Historia.
ResponderEliminarBesos
Pero que muy bien escrito, es verdad.
ResponderEliminarMe gustó mucho.
Qué buen relato Chaly, me ha encantado, aunque muy triste final...
ResponderEliminarBesos =)))