miércoles, 23 de agosto de 2017

036: la mujer de Ñuño

Durante tres meses había tratado de ocultármelo; de golpe comprendí sus ataques de ira, su vuelta a la bebida, su hosquedad, sus cambios de humor. Me lo contó todo, agarrándose la cabeza con las manos, como si temiera que se le abriera por el esfuerzo, y yo escuché con un horror creciente mientras él avanzaba a trompicones con su relato.

Se casó joven, yo nací unas semanas antes de que cumpliera los diecisiete años y acababa de cumplir los veinticinco cuando mi madre nos dejó para siempre.

Al igual que a mi padre, a mi madre le gustaban los clichés, y entendí que en sus cartas había mucha palabrería y mucho retorcerse las manos; al parecer necesitaba averiguar quién era, admitía que había culpa por los dos lados, que había estado mal emocionalmente, y se acogía a una serie de excusas parecidas para justificar su deserción.

Pero decía que había cambiado; por fin había madurado. En cualquier caso, se había vuelto a casar y se había ido a vivir al Brasil.

Ñuño era un hombre maravilloso, a los dos nos caería bien. De hecho, le encantaría que lo conociéramos; era profesor de inglés; le entusiasmaban los deportes y adoraba a los niños. Y esto la llevaba al siguiente punto: aunque Ñuño y ella lo habían intentado e intentado, no habían podido tener un hijo. Y aunque mi madre no había tenido el valor de escribirme, nunca había olvidado a su niño querido, su tesoro; ni un día había pasado sin que pensara en mí. Al final, había convencido a Ñuño. En su piso había sitio de sobra para tres; yo era una criatura inteligente y no tendría ninguna dificultad en aprender la lengua.

Lo mejor de todo era que volvería a tener una familia, una familia que me querría, y el dinero compensaría todo lo que aquellos años me habían negado.

Aquello me horrorizó. Habían pasado seis años, y en ese tiempo la nostalgia desesperada que sentía por mi madre había llegado hasta la indiferencia y más allá. La idea de volver a verla —la reconciliación con la cual, al parecer, ella soñaba— me llenaba de una vergüenza sorda e incómoda. La veía con una perspectiva alterada: mi madre, con una nueva capa de sofisticación, un nuevo barniz barato, me ofrecía una vida precocinada, nueva y barata, a cambio de mis años de sufrimiento.
El único problema era que yo ya no quería esa vida.

4 comentarios:

  1. Duro para un hijo verse en ese trance, pero creo que la madre a pesar de que no se portara demasiado bien, al fin y al cabo era su hijo y deseaba tenerlo a su lado. Pero algo hipócrita y cínica creo que lo era.

    Abrazo Chaly.

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  2. "Como no puedo tener un hijo, me acuerdo de uno que abandoné y que ahora podría venirme bien". Me parece mucho más sensato el hijo que la madre.
    Un abrazo, Chaly.

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  3. Coincido con Rafa y Chema, qué difícil para el hijo y que fácil para la madre, ahora que no puede tener otro se acuerda del que dejó....

    Besos =)))

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