Durante tres meses
había tratado de ocultármelo; de golpe comprendí sus ataques de ira, su vuelta
a la bebida, su hosquedad, sus cambios de humor. Me lo contó todo, agarrándose
la cabeza con las manos, como si temiera que se le abriera por el esfuerzo, y
yo escuché con un horror creciente mientras él avanzaba a trompicones con su
relato.
Se casó joven, yo nací
unas semanas antes de que cumpliera los diecisiete años y acababa de cumplir
los veinticinco cuando mi madre nos dejó para siempre.
Al igual que a mi
padre, a mi madre le gustaban los clichés, y entendí que en sus cartas había
mucha palabrería y mucho retorcerse las manos; al parecer necesitaba averiguar quién era, admitía que había culpa por los dos lados, que había
estado mal emocionalmente, y se
acogía a una serie de excusas parecidas para justificar su deserción.
Pero decía que había
cambiado; por fin había madurado. En cualquier caso, se había vuelto a casar y
se había ido a vivir al Brasil.
Ñuño era un hombre
maravilloso, a los dos nos caería bien. De hecho, le encantaría que lo
conociéramos; era profesor de inglés; le entusiasmaban los deportes y adoraba a
los niños. Y esto la llevaba al siguiente punto: aunque Ñuño y ella lo habían
intentado e intentado, no habían podido tener un hijo. Y aunque mi madre no
había tenido el valor de escribirme, nunca había olvidado a su niño querido, su
tesoro; ni un día había pasado sin que pensara en mí. Al final, había convencido
a Ñuño. En su piso había sitio de sobra para tres; yo era una criatura
inteligente y no tendría ninguna dificultad en aprender la lengua.
Lo mejor de todo era
que volvería a tener una familia, una familia que me querría, y el dinero
compensaría todo lo que aquellos años me habían negado.
Aquello me horrorizó.
Habían pasado seis años, y en ese tiempo la nostalgia desesperada que sentía
por mi madre había llegado hasta la indiferencia y más allá. La idea de volver
a verla —la reconciliación con la cual, al parecer, ella soñaba— me llenaba de
una vergüenza sorda e incómoda. La veía con una perspectiva alterada: mi madre,
con una nueva capa de sofisticación, un nuevo barniz barato, me ofrecía una
vida precocinada, nueva y barata, a cambio de mis años de sufrimiento.
El único problema era
que yo ya no quería esa vida.
Duro para un hijo verse en ese trance, pero creo que la madre a pesar de que no se portara demasiado bien, al fin y al cabo era su hijo y deseaba tenerlo a su lado. Pero algo hipócrita y cínica creo que lo era.
ResponderEliminarAbrazo Chaly.
"Como no puedo tener un hijo, me acuerdo de uno que abandoné y que ahora podría venirme bien". Me parece mucho más sensato el hijo que la madre.
ResponderEliminarUn abrazo, Chaly.
Coincido con Rafa y Chema, qué difícil para el hijo y que fácil para la madre, ahora que no puede tener otro se acuerda del que dejó....
ResponderEliminarBesos =)))
Durísimo texto...
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