Y mientras Clyde traficaba con
negociantes persas de caballos, perseguía puercos monteses hasta sus cubiles o completaba
sus apuntes sobre las aves de caza de Asia Central, Dobrinton y Vanessa lidiaban
la ética del decoro en el desierto desde puntos de vista que cada día mostraban
una mayor tendencia a converger. Y una noche Clyde cenó a solas, leyendo entre
plato y plato una extensa carta de Vanessa en la que justificaba el acto de
alzar el vuelo hacia tierras más civilizadas en compañía de un ser más
compatible.
Fue pura mala suerte de Vanessa,
quien en el fondo era de veras decorosa, el que ella y su amante cayeran en las
manos de unos bandidos kurdos el día mismo en que escaparon. Estar presa en una sórdida aldea kurda, en la íntima
compañía de un hombre que era apenas su esposo por adopción, y atraer la atención de toda Europa
hacia este trance, era tal vez lo menos decoroso que podía pasarle. Y había complicaciones
internacionales, lo cual empeoraba las cosas. El informe del cónsul más cercano
rezaba: "Dama inglesa y su esposo,
de nacionalidad extranjera, retenidos por bandidos kurdos que piden rescate".
Aunque Dobrinton era inglés de corazón, el resto de sus miembros pertenecía a
los Habsburgos; y aunque esta pieza particular de sus vastas y variadas
posesiones no era motivo de gran orgullo o placer para los Habsburgos, quienes
gustosamente la habrían canjeado por una rara ave o mamífero para el parque de
Schoenbrunn, las reglas de la dignidad internacional los obligaban a exhibir un
decente grado de interés por su devolución. Y mientras las cancillerías de dos
países tomaban las medidas habituales para obtener la liberación de sus
respectivos súbditos, se produjo otra espantosa complicación: Clyde, que seguía
el rastro de los fugitivos sin mayores deseos de alcanzarlos pero con el
borroso sentimiento de que eso era lo que se esperaba de él, cayó en manos de
la misma caterva de bandidos. La diplomacia, si bien estaba ansiosa de hacer
cuanto pudiera por una dama en desgracia, dio señas de impaciencia ante esta
ampliación de su tarea.
Como observara un joven frívolo
de Downing Street, "Con gusto sacaremos
de apuros a cualquier marido de la Señora Dobrinton, pero permítannos saber
cuántos maridos son". Como mujer que valoraba el decoro, Vanessa ciertamente carecía de suerte.
Entretanto, la situación de los
cautivos tampoco estaba libre de enredos. Cuando Clyde explicó a los cabecillas kurdos la naturaleza
de su relación con la pareja de fugitivos, se mostraron muy comprensivos Pero
vetaron cualquier idea de venganza sumaria, puesto que los Habsburgos de seguro
insistirían en la liberación de un Dobrinton vivo y en razonables condiciones
de integridad. No ponían objeción a que Clyde le
administrara una paliza de media hora a su rival los lunes y los jueves, pero
Dobrinton se puso de un verde tan pálido al escuchar tamaños planes, que el
jefe se vio obligado a suspender el
privilegio.
Y así, en la estrechez de una
choza de montaña, el mal mezclado trío padecía el insufrible paso de las horas.
Dobrinton estaba demasiado asustado para tener ganas de conversar, Vanessa
demasiado mortificada para abrir los labios
y Clyde andaba de un humor silencioso.
Tres veces al día se arrimaban
entre sí para ingerir la comida que les habían preparado, como animales del
desierto que se juntan en silenciosa suspensión de hostilidades en el abrevadero,
y luego se apartaban para reanudar la vigilia de la espera.
A Clyde lo cuidaban con menos
atención. "Los celos lo mantendrán
al lado de la mujer", pensaban los captores kurdos. Ignoraban que un
amor más salvaje y sincero lo llamaba con mil voces, más allá de los límites de
la aldea. Y una noche, al descubrir que no recibía la atención debida, Clyde se
escabulló montaña abajo y reemprendió el estudio de las aves de caza del Asia
central. En adelante los otros cautivos fueron custodiados con mayor rigor;
pero de todos modos Dobrinton lamentó poco la partida de Clyde.
El largo brazo de la diplomacia
aseguró por fin la liberación de los prisioneros, si bien los Habsburgos no
habrían de disfrutar de los honores de aquel gasto. En el muelle del pequeño
puerto sobre el mar Negro en donde la pareja rescatada volvió a entrar en
contacto con la civilización, Dobrinton fue mordido por un perro, al parecer
rabioso, aunque a lo mejor sólo tenía poco criterio selectivo. La víctima no
esperó a que aparecieran los síntomas de la hidrofobia, sino que se murió del
susto de una vez; y Vanessa hizo sola el viaje de regreso, con la vaga
sensación de llevar levemente restaurado el decoro.
Clyde, en las pausas que le
dejó la corrección de las pruebas del libro sobre las aves de caza de Asia
central, encontró tiempo para sacar adelante una demanda de divorcio ante las
cortes, y tan pronto como pudo corrió a las agradables soledades del desierto
de Gobi a recoger material para una obra sobre la fauna de aquella región.
Vanessa, en virtud quizás de su anterior familiaridad con los rituales
culinarios de la merluza, obtuvo un empleo entre el personal de cocina de un
club del West End. Nada despampanante, pero al menos quedaba a dos minutos de
Hyde Park.
Leyéndote me ha picado la curiosidad y ya me he buscado este cuento de Héctor Hugh Munro para leerlo.
ResponderEliminar¡Feliz semana!
El cuentista de la época victoriana -época fascinante-
ResponderEliminarMuy bueno.
Besos
Muy bueno!
ResponderEliminarBesos